Dejó manifiesto cierta vez (año 1921) Lord Dunsany (Edward John Moreton Dras Plunkett para sus amigos), maestro si así puede decirse o sugeridor de algunas ... de las visiones suprarreales de Lovecraft), que «no escribo nunca sobre las cosas que he visto; escribo sobre las que he soñado». Por su parte, se lo tengo oído a otro prócer, éste mucho más aledaño (no en confín o límite sino cercanamente próximo o vecino, tanto que muchas veces nos saludábamos en la calle y nos 'restregabamos' comunes vivencias), que nunca había escrito nada que no hubiera visto o vivido. Que, no lo digo por él, pero sería bebido en algún caso, y lo digo porque hay que referirse sin remedio a la gran masa de los escritores dipsómanos que, de ponerme a hablar de ellos, me sería estrecho, insuficiente e incómodo el espacio del que dispongo.
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Pero quedan aún muchos otros especímenes y, posiblemente, los más numerosos (entre los que, quizás, hasta yo mismo podría estar incluido). Estoy hablando de los que escriben de lo que leen. Es tan atrozmente posesivo el ejercicio del vivir que diría que no nos permite soñar al mismo tiempo y, por ello, escribir de lo vivido o de lo soñado. Se impondría, por lo tanto, la dura exigencia de la elección, o tomo el tren y me convierto en turista (¡qué horror de tierras apisonadas, de edificios como estantiguas, de museos purulentos, de gentes apresuradas y apresadoras!), o me integro a la sala de estar y a un buen sillón de orejas a urdir sueños. ¡Qué despilfarro de vida no vivida si no hubiéramos dado en aquella clave de d'Ors, don Eugenio (1882─1954), que alambiquea de la calderoniana 'La vida es sueño' a su 'El sueño es vida', ¡qué hallazgo!
En definitiva, únicamente dos alternativas nos quedan posibles para contactar con el mundo que, de ser así, creo que sobra decir por cuál me inclino. Pero, afortunadamente (y habrá que felicitar al que lo haya encontrado), queda aún un tercer espacio, aunque con el riesgo de convertirnos a nuestra vez en letras (es decir, en puro diseño de consonante o vocal), en que nuestro cerebro da en convertirse en manantial de saberes líquidos que para tan poco sirven, persiguiendo las vagas y vanas libélulas que dejaron volar otras personas en sus escarceos creativos, libélulas voraces que a la manera del vampiro tan succionador (murciélago gelatinoso que nos sorbe la médula pensante en vez de la sangre), nos deja volando en círculos concéntricos sobre la miel de las letras...
Don Miguel. Al llegar a este punto del ring en donde se nos va a anunciar pronto la derrota por K.O, con estación de parada en Polloe, imposible olvidarnos de Unamuno que en un su poema, y sabiendo lo grande que para él pudiera ser la poética en su producción literaria, nunca ensamblaje de niquiscocio como para su próceres antecesores en aledañas aulas viene a declarar que «Leer, leer, leer, vivir la vida/ que otros soñaron./ Leer, leer, leer, el alma olvida/ las cosas que pasaron./ Se quedan las que quedan, las ficciones,/ las flores de la pluma,/ las olas, las humanas creaciones,/ el poso de la espuma./ Leer, leer, leer, ¿seré lectura,/ mañana también yo?/ ¿Seré mi creador, mi criatura,/ seré lo que pasó?». Lectoris salutem.
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Procrustes. Escribo de lo leído pues, y comienzo por los viejos, de más allá de la artrosis y de la cachaba y de tantos fiemos morbosos que a esas alturas nos salen al camino y que resultan ser como aquel asaltante de caminos del Ática, el llamado Procrustes, ante quienes ambos a dos, enfermedades y Procrustes, no hay más remedio que adaptarnos a su lecho de hierro.
Difícil conciliar, no hay duda, lo que de los viejos se ha escrito (y se dice) con lo que se puede escribir y decir desde lo viejo, es decir, desde la vejez misma. Pero ¿hay algún viejo que se crea viejo de verdad? ¿Cuándo se llegará a ese climax en el que el viejo que no se cree viejo sea de verdad lo que él cree que es, es decir, nada viejo? ¿No lo es ya?
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Podría contar algunos artificios o trampas que los tales viejos perpetramos, es decir, cosas como aparentar oir menos de lo que oímos porque así nos conviene; hacer que hablamos farfullando más de lo que en realidad farfullamos para que no se nos entienda lo que de oírse nos comprometería pero desfogándonos a pesar de todo. Hacer la vista gorda y simular que contamos mal esas monedas que nos crecen como moho en los monederos cuando sabemos muy bien lo que hemos contado y de qué cantidad disponemos pero sin dejar de aprovecharnos de la caricia con que nos tratan y nos envuelven; es decir, dejar que se crean los que nos rodean lo que queremos que ellos crean, que, en su mayor parte, no podrán darse cuenta (que para eso hace falta llegar a ser viejo) de nuestras marrullerías.
Toda persona que ha llegado a ser vieja ha ido aprendiendo y desarrollando muchas mañas a lo largo del largo camino, y los que de ellos han hablado sentando cátedra poco sabían puesto que les dio por escribir sus tesis sobre la senilidad antes de tiempo. Ejemplo sublime, por un citar, el de un tal Cicerón que se atreve a hablar de la vejez allá por sus sesenta como mucho. ¡Qué desfachatez!
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