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El cuarto de baño, lo sabemos todos los ancianos, es nuestro potro de tortura doméstico. En muchos casos, nuestro cadalso. Sabemos que, si antes no ... nos lleva una neumonía pereceremos no sólo en sus aguas sino también en sus cantos de esquinas, en sus navajas, alfanjes, armas punzantes, herramientas de tajar y majar carnes de heroicos adoradores del aseo, agresiones de todo tipo para los que olvidaron las más elementales reglas de la propia defensa.
Para mejor saberlo hay que esperar hasta los noventa y tantos, la vista perdida en los frunces del centenario, esa cima del calendario más agraz donde figuran el Alpe d'Huez o el Mortirolo de los que nacimos para ser triturados por los años, las enfermedades, las lacras todas, y que ahora se nos hace recordar de manera tan especial como florón frutal de la pandemia para que nos rompa algún hueso.
Una edad, en suma, cuya inquina más principal (como joya que guarda en sus dentros el veneno pusilánime), nos deje frente al escalofrío; un desencanto total como cuando el saltador de altura fracasado que no ha podido salvar el listón, sabrá, en cambio, qué agravios residen en la avinagrada mixtura del fracaso cuando, sobre el extendido parachoques de blanduras para preservar su cuerpo se ha dado cuenta de su traspié y se encuentra desplomado, con la ceja abierta por la esquina del bidé, la mano tan rugosa y fría pescando pesadillas en la taza, todas las luces de la polivalente pantalla rutilando no se sabe si en vivas o lamentos al tan esperado suceso que, dando la espalda a la vida, ya pasa definitivamente la frontera.
Pero nada o poco tienen que ver estos daños de baños con otros u otro del que ahora doy noticia. En casos como describía Jean-Philippe Toussaint en su 'El cuarto de baño' (Anagrama, 1987) y escogiese su protagonista, un joven de 28 años, ése su cuarto de baño como lugar de meditación, como salón de vida, como recibidor de todo tipo de adherencias externas, en primer lugar de Edmonson que le visitaba gozosamente día sí y al otro también hasta convertir en algo mítico el lugar, la leyenda del cuarto de baño tan 'table ronde' como el de Arturo y su Reino de Caballeros, aquí para tan solo dos.
Ahora, con la Fiesta Anual del Libro encima, me da en acordarme de aquel personaje que nació apegado al adjetivo de mixtificador que le puso su creador y que se llamaba Silvestre Paradox que, de vuelta de sus correrías por las librerías de viejo, de regreso a casa y sin poder abrir del todo la puerta por estar atrancada por dentro de libros, terne sin embargo en su manía de libroadicto sin remedio, establecía comunicación por medio de un trabajosamente conseguido resquicio y trasvasaba por él los libros últimamente adquiridos, que es ésa, precisamente, la imagen que se me desvelaba, de manera casual y providencial quisiera creer, cuando cayó en mis manos estos días, un viejo libro escrito por Jean Jacques Brousson y traducido por Margarita Nelken titulado 'Anatole France en zapatillas' (Biblioteca Nueva, 1925), que me hizo recordar, como flecha que diera en la diana, aquel otro de intimidades y confidencias y anécdotas que Léon Gozlan, como secretario personal de Honoré de Balzac, publicó en 1856 bajo el título de 'Balzac en pantoufles' (vertido al castellano por José Casán Herrera, 'Balzac en zapatillas', Planeta, 1991).
Pues cuéntase en él una costumbre de Anatole France que es posible que solamente la puede entender, supongo, quien haya tenido que lidiar con libros de forma abochornante: bosques de libros que avanzan y nada quieren saber de las angustias humanas de quien los compró, algunas veces hasta con parecido espíritu de caridad de Anatole France, que, en otro lugar del mismo libro (pag. 97), explica por qué compraba libros que no podía leer, que dice que «si he de serle franco, en mis compras entra cierta caridad. (...) Yo redimo por muy poco precio –cincuenta céntimos o un franco— a gentes de bien caídas en el oprobio de los cajones», que tampoco es una acción tan desinteresada ya que nos informa a continuación que «yo espero que un día algún escritor, henchido de probidad y de desprecio para su tiempo, me tenderá el socorro de su mano cuando me vea yacente en uno de esos féretros de pino y de latón, expuesto a la lluvia, a las intemperies», que es una otra forma de ver los puestos de los boukinistas del Sena, que hacían que Anatole France pensase en su cuarto de baño, «harto bonito y práctico y en el cual es imposible bañarse (...) que sirve para los libros con que se me agobia y, cuando está lleno, viene un librero de viejo y lo vacía...».
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