Sostenía la novelista Cynthia Ozick que la mayoría de los letraheridos, con más o menos precisión, podemos señalar el momento en que empezamos a metabolizar la palabra escrita y la literatura se nos hizo carne. Sucede en la adolescencia que un libro parece desvelarnos la ... urdimbre del mundo. 'Echarse a perder' le dicen algunos a esa epifanía por la que, de manera inesperada, abriendo un simple objeto de papel estábamos cerrando la puerta del paraíso infantil. De cuantas bofetadas recibimos en aquellos años (¡no pocas!), esta será la más recordada por iniciática.
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Durante algún tiempo me dio por recoger testimonios sobre tal experiencia de paso a la vida adulta. Encontré algunos en la propia literatura, como el de Rafael Cansinos Assens que a los 15 años, embriagado por «las desventuras y muerte precoz de Margarita Gautier» o por los fracasos del buen don Quijote, cayó en un foso de melancolía que le hizo abandonar los estudios y darse a la bohemia. A esa misma edad, Javier Cercas tras leer a Unamuno se armó tal lío «que en un par de días dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno». Sin llegar tan lejos, lo normal es que el adolescente en plena crisis de desarrollo experimente íntimamente, como un sarampión existencial, el descubrimiento de que «la vida iba en serio».
En mi pequeña encuesta observé que el catálogo de obras y autores causantes de la sacudida puede ser misceláneo. Pues junto a textos de suyo inquietantes y más para personalidades en formación (Lovecraft, Beckett, Martín-Santos, Burroughs), me hablaron de géneros en principio amables como novelas de guerra o aventura, incluso de thrillers médicos: lo común es que al describir crudamente la lucha por la vida levantaron el velo de la inocencia.
¿Les ocurre esto hoy a los adolescentes? Suponemos que sí, aun cuando la 'revelación' pueda llegarles por otros muchos caminos. O quizá no tantos ni del mismo modo. Es obvio que vivimos en una sociedad que pone a nuestro alcance un formidable patrimonio escrito como jamás pudo disponerse, pero donde, al tiempo, cada vez hay más personas que apenas le conceden valor. Hay lecturas pero nos falta luz, como le sucedió a Jorge Luis Borges que fue nombrado director de la Biblioteca Nacional argentina cuando se estaba quedando ciego. Lo que le llevó a escribir con exquisita autoironía: «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche».
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