Con tinta vertida de su pluma tan fluente, aquel gran escritor que fue Ramón Pérez de Ayala (1880-1962), en uno de sus tres breves ... relatos –llamados por él poemáticos–, en el titulado 'Luz de Domingo', una historia de sensibilidad extrema ante la crueldad caciquil del amo del pueblo, supo sacar partido luminoso a dicha historia. Lo dicho: fue una crudelísima estampa de violencia sexual victimando a una pareja enamorada cabe el río y la saña refinada del cacique servido en palmitas por su fiel espolique, pero en su esencia, muy por encima aún de la denuncia del caso de tanto ensañamiento de lo que la narración venía a contar, era de los cambios de tintura de los tiempos varios, de cómo «el sol entre semana parece que está mirando a la tierra; pero mira mucho más lejos. Acaso cada día mira a un planeta distinto. Para el resto de los planetas es una mirada vacía, sin alma. Pero el domingo el sol mira a la tierra, su mirada se mete por los poros de la tierra, la baña de luz, y todo se estremece», de manera que nos diéramos cuenta de que es otra luz distinta, algo que se sale de la percepción habitual, y lo presenta de parecida manera a como Gabriel Miró supo desarrollar, en otro muy bello texto, otra especie de magia narrativa para la luz y el ámbito de un día del Corpus, pueblo y fe y costumbres en fechas señalables y luz muy suya por distinta.
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Es cosa sabida que, siempre, y a pesar de alguna alternativa climatológica, ha sido la luz del verano la que ha iluminado especiales eventos, como esta apoteosis ciclista de abolengo imposible de superar que ahora se está corriendo y nos trae al recuerdo nombres de lugares y de hombres que si el Galibier o el Alpe D'Huez , etc, etc, que, con solo oír su apelativo se nos descarga la memoria como en imborrable texto y mapa y como que si hoy se está hablando de un tal Pogacar y de otro que de un tal Vingegaard, etc, etc, los que ya llevamos apuntando en nuestra agenda avatares de tan pasados años, nos hacen repuntar otros muy inolvidables que en lo que a mi recuerdo al menos vienen a visitar, como primeros, los de aquel verano del 36 con nombres como el de Sylvère Maes quien después de llevar el maillot amarillo durante varias etapas pudiera ostentar igualmente esa prenda gloriosa al final de la carrera con un tal Antonin Magne en disputa esforzada y casi rozándose rueda contra rueda, tiempos y nombres que algo mas tarde y en Vuelta en vez de Tour, nos arrojan nombres como los de un tal Delio Rodríguez que ganaba la Vuelta entera etapa por etapa, que vinieron luego otros muchos más que merecieran ser recordados de haber espacio para ello, y que fuera muy posible pues que se trata de una memoria muy generosa y esos tales nombres pareciera como que brotaran desde las mismas piedrecitas de esos caminos y los días y las horas se vestían de luz distinta mientras que aunque muchos no se daban (o no querían darse) por enterados, lo cierto es que, en aquella Europa del 36 había como un colosal y siniestro reptil moviéndose por toda Europa, que por eso se habló luego del huevo de la serpiente, un gran huevo casi transparente que dejaba ver una mirada de ofidio cabreado y unos dientes curvos prestos a expeler veneno, que eran los anillos de la guerra revolviéndose en sus propios excrementos, pero antes de que a la Gran Bestia le tocara romper el cascarón, y que, al revés de lo que sucede en un natalicio normal, las secundinas se adelantaron y se esparcieron por las anchas castillas y las peninsulares marinas de las Españas, el ambiente se puso turbio y salieron rifles y pistolas a las calles, ésas que podían ser o exaltadoras o peligrosas según el bando al que se pertenecía y donde había hombres como suricatos que auspiciaban el peligro alzándose sobre sus patas y husmeando cualquier evento mientras que ejercían otros el papel de setters o spanies bretones tan aficionados a dar con la presa gracias a su excelente olfato, que no es cosa aquí de hacer recuento o narración más o menos escueta de lo acontecido puesto que tanto se hablado de ello, que tampoco diré si suficiente, pero que ocupan años de niñez aún a la espera de aterrizar en un escenario una década después en respirar auroras y brisas nocturnas, sentir intensamente cómo sopla la sierra cuando el invierno le invita al garbeo ciudadano. Son viejas añoranzas que, posteriormente, ni sierras, ni vientos ni otros caprichos climáticos han podido hacer olvidar ni su sabor, sensación o evocación.
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