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De la importancia y el sesgo tan particular que se desprende como una aureola del toque humano de las manos debió saber mucho aquel vascón ... de tan viejos tiempos que dejó su firma tan personal como global en esa 'mano de Irulegi' de la que tanto se habló esos pasados días. Una mano que, además, trae escrita una salutación tan positiva como el 's(z)orionak': la de la plena constatación de ese deseo de plácemes con que se recibe y se despide a amigos y familiares y unifica a rostros tan conocidos como nuevos, la catarsis de las relaciones entre vivientes y con los que, pese a topar con la red ineluctable de la muerte, esos combatientes de la vida sueñan con la eternidad por bien que sepan, o crean o no, en los decires tan respetables de las religiones o de la filosofía ambulante más o menos sentidos por las distintas gentes y generaciones. Una mano que, a pesar de todo, no deja de ser algo como la osamenta necesaria para fundir una relación de amigos o algo más, la de la necesidad de pivotear saludo y despido como un viajero más, no importa mucho si antes o después en esta aventura de la vida en la que todos nos vemos inmersos, que de ello trataba, sobre todo, aquel viejo escandallo de profundizar en amistades y simpatías a pie de iglesia o cementerios en los episodios de darse la mano de la que pudiéramos recordar viejos protagonistas que si bien en papel de receptores como de dadores, cumplíamos con esa costumbre que es posible que aún persista en los momentos de despido de los funerales, la compañía al amigo o pariente extinto, esa como necesidad sentida con amargor comprensible del adiós definitivo que, quizás, lo que sobre todo lo que quería el anónimo vascón de Irulegi no se trataba más que de eso o váyase a saber muchas más cosas, acaso como la de enviar como legado de una lengua y como preservación para sucesores contagiados por la intención de servirlo para bienes culturales.

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