La realidad invita a veces a soñar. Una vez fracasado el asalto independentista a la Constitución, las instituciones del Estado, con el Gobierno (y la oposición) en primer plano, reaccionaron aplicando el artículo 155 de la ley fundamental. El autogobierno catalán fue suspendido por un ... breve plazo y los protagonistas de la rebelión/sedición fueron juzgados y condenados, salvo el president huido. A medio plazo, la restauración del autogobierno hacía pensar que una normalización política resultaba incompatible con la prolongada permanencia en prisión de los políticos secesionistas. Sus indultos se convertían en garantía del retorno a la vida normal, para plantear una negociación en cuyo curso fueran sondeadas las posibles salidas a la crisis de 2017. Los requisitos previos no ofrecían una excesiva dificultad: la explícita voluntad de reforma por parte del Gobierno y un reconocimiento discreto e inequívoco de los independentistas, que dejase claro su propósito de actuar en el futuro dentro de la ley. Pero estos no lo hicieron.
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Las aguas han seguido otro cauce, y la responsabilidad recae también sobre Pedro Sánchez. Por asegurar su presidencia, renunció al menor contacto con la rígida derecha constitucionalista española y jugó la baza de ofrecer al Govern y a ERC un «diálogo» de perspectivas indeterminadas. Nunca explicó nada, ni puso sobre la mesa oferta política alguna. Sus oponentes bien que tenían las cosas claras. A favor de un resultado electoral favorable en definitiva a los perdedores –CUP y Puigdemont– y a su presión, la puja ha ido subiendo y con ella afirmándose el frente independentista, hasta proclamar que en modo alguno renuncian a un nuevo 27-S, a pesar de la finta de Junqueras, desmentida al día siguiente por la portavoz de ERC: la vía unilateral seguía en el orden del día.
Desde el punto de vista democrático, la situación tiene algo de angustiosa. En primera línea Sánchez, y a su lado la ministra Belarra deseando el regreso triunfal de Puigdemont, nos sumen en lo que Salvador Espríu habría llamado «un laberinto grotesco». El buen orador que es el presidente habla sometido a las consignas de marketing que para desinformar le diseña Iván Redondo. El que en 2019 desglosó las propuestas de un socialismo de lo posible nos arrastra ahora a un discurso de consolación folletinesco.
El problema catalán pasa a ser una historia elemental de buenos y malos. Los delincuentes han de ser perdonados, ya que además el culpable es quien les castigó (el depuesto presidente corrupto), así que en una exhibición de «generosidad» política, de «magnanimidad», el bueno de la película (inútil nombrarlo) no solo les liberará, sino que de inmediato se sentará con ellos para que obtengan satisfacción. Cumplir los dictados de la justicia habría sido «revancha», «venganza». No tenemos delante política del siglo XXI, sino un 'remake' del novelón decimonónico 'Los misterios de París', con Pedro Sánchez en el papel del sembrador del bien. Moralina impresentable.
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Estas historias suelen tener un 'happy end', el abrazo entre el benefactor y los arrepentidos, solo que en el caso que nos ocupa, de arrepentidos, nada, y los indultos, con el delito de sedición vaciado, pueden abrir un camino indoloro a la secesión, ahora con el Estado desprotegido. La vía sugerida por el exministro Illa es la celebración de un referéndum consultivo en Cataluña, aunque no sobre la resolución en la mesa de diálogo, previa a un acuerdo en el Parlament, fácil de adivinar. Formalmente, Illa rechaza la autodeterminación, ya que la votación no sería vinculante, pero experiencias como la consulta popular de Gibraltar sobre la cosoberanía en 2002 muestran que en la práctica sí lo sería, con un triunfo independentista enmascarado bajo alguna fórmula de adecuación del Estado catalán a España. La figura de la consulta enmascara el fraude de ley anticonstitucional. ¿Nuevo 'marco de convivencia'? Ni federación, ni confederación. ¿Qué entonces?
En el romance sobre la jura de Santa Gadea leemos: «Las juras eran tan recias, que al buen rey ponen espanto». Algo así amenaza a Felipe VI. Después de asumir el papel de primer defensor del orden constitucional, en su discurso del 3 de octubre, se verá obligado legalmente a poner su firma en el primer paso de una vía denunciada por el poder judicial como anticonstitucional. Obligado legalmente, insisto: el llamamiento de Ayuso ignora la norma y es temerario para el propio Rey. El artículo 30 de la Ley del Indulto le lleva a firmar el real decreto que presenta el Gobierno, al desarrollar el artículo 62 de la Constitución, por el cual es el Rey quien «ejerce el derecho de gracia con arreglo a la ley». Solo que la ley no lo regula, sino que lo vacía de contenido. Ejercer, según la RAE, es «hacer uso de un derecho», asumiendo la consiguiente responsabilidad, que queda solo aquí en conciencia, al verse privado el jefe del Estado por la citada ley de toda intervención en el procedimiento.
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