Ya han pasado trece años desde que ETA anunció el cese definitivo de su actividad sanguinaria. Trece años en los que, poco a poco, han ido secándose las lágrimas de nuestros rostros, en los que se ha ido calmando tanto dolor. Trece años en los ... que hemos visto crecer una nueva generación que, por primera vez en más de medio siglo, ha disfrutado de una infancia plena, sin sobresaltos, sin asesinatos, sin tanto sufrimiento a su alrededor. Trece años en los que no ha pasado ni un solo día en el que no nos hayamos preguntado cómo pudimos llegar a tolerar tanto dolor, cómo pudimos permitir que el odio fracturara nuestra sociedad, cómo pudo alguien creer que un proyecto político podía estar por encima de la paz, la dignidad y la vida de cualquier ciudadano.
Trece años en los que nos hemos preguntado mil y una veces si todo aquel sufrimiento fue inevitable. Qué hicimos para que aquella niebla asfixiante nublara la convivencia. Ahora, desde la distancia que nos va dando el tiempo, comprendemos que esa nube se anclaba a miles de gestos, pequeñas acciones que habíamos aceptado como cotidianas. Una tela pegajosa que se nutría del silencio, del cambiar de acera para evitar problemas, del mirar para otro lado, de ventanas y persianas cerradas. Esos fueron los invisibles anclajes de la tela de araña que nos apresaba y nos obligaba a caminar ligeramente encorvados.
Una niebla que invisibilizó durante décadas a las víctimas. Años de profunda soledad, de camino solitario. Un tiempo marcado por el «algo habrá hecho» y el «yo no quiero problemas». Un periodo de nuestra historia reciente que pesa sobre nuestra conciencia. No quisimos acompañarlas. No quisimos ver lo que pasaba.
Se ha hablado mucho, y tendremos que seguir haciéndolo, de aquellos que dieron un paso al frente y decidieron movilizarse por la paz. Su papel nos reconcilia cada vez que miramos a nuestro pasado. Pero hoy, trece años después, quiero reivindicar también el papel de la minoría anónima que se negó a agachar la cabeza. Personas que, cada una desde su papel ciudadano, decidieron renunciar a caminar al ritmo que nos imponía el miedo. Personas que no cerraban sus ventanas al paso del cortejo fúnebre de un policía o un concejal asesinado, las dejaban abiertas, con la luz encendida para mostrar su apoyo y su hastío. Mínimo mensaje anónimo que arropaba a las víctimas en su duelo. Pequeños gestos que pretendían romper el atronador silencio de una sociedad anestesiada.
Unas ventanas abiertas que recuerdan las palabras de Adolf Arndt: «Yo también soy culpable. Porque no bajé a la calle y no grité. No me puse la estrella amarilla para decir ¡yo también!». Hoy nos consuela saber que en Euskadi hubo una minoría que gritó ¡yo también! Una parte, desgraciadamente pequeña, de la sociedad que decidió no dejarse arrastrar por la corriente. Pequeños gestos como no cambiar de acera al ver acercarse a un amenazado o al familiar de alguna víctima o levantar la mirada buscando la del prójimo. Una mirada capaz de transmitir una mínima solidaridad. Pequeños gestos que hoy nos pueden parecer insignificantes, pero que en aquel momento suponían un bálsamo para un dolor tantas veces incomprendido e ignorado.
Decía Klemperer que el verdadero héroe siempre es anónimo. Su aportación a la mejora de la Humanidad no puede estar contaminada por el afán de protagonismo, de ensalzamiento y, mucho menos, por el deseo de gloria. El filólogo alemán desconfiaba del heroísmo exterior, desfigurado y envenenado, nutrido por palabras de adulación y engalanado con el tintineo de las condecoraciones y los retratos omnipresentes. Yo, desde esta breve columna, quisiera invitar a toda la sociedad vasca a compartir ese recelo. A que se mantenga alerta ante cualquier intento de ensalzar y justificar a quienes emplean la violencia. Ni entonces, ni ahora.
Cuando los discursos del odio vuelven a campar por Europa, cuando abundan quienes señalan al diferente como si se tratase de un enemigo, cuando se intenta blindar un 'nosotros' supuestamente amenazado por un 'ellos', ahora más que nunca, quisiera hacer un llamamiento a la ciudadanía. Nosotros sabemos que ese camino solo nos arrastra al dolor, a la exclusión y, en el peor de los casos, a la muerte. Empleemos nuestra memoria para recordar a aquellas personas, verdaderas heroínas en el sentido más clásico de la palabra, forjadoras de una humanidad basada en la paz, la dignidad y la diversidad. Levantemos la mirada. No nos dejemos amilanar. No miremos a otro lado ni cambiemos de acera. Impliquémonos en la defensa de los valores democráticos sobre los que se ha construido la sociedad vasca del presente. No esperemos a que sea tarde y nos arrepintamos por no haber gritado «¡yo también!».
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.