Matar, matar, matar...
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La guerra solo es grata para quien no la padece: un cinismo que denunció ya el clásicoLa existencia de un 'alma rusa' que en la guerra se manifiesta con todo su genio, grandeza y capacidad de sacrificio es fundamento vertebrador del ultranacionalismo ruso al que pertenece el filósofo Alexander Dugin, del que se viene hablando tras el atentado del sábado en ... Moscú. Según esto, el pueblo que derrotó a la horda mongola, a Napoleón y a Hitler alcanza su punto de sublimación en el campo de batalla. La invasión de Ucrania ha de verse, así, como otra vuelta de tuerca al mesianismo ruso llamado a redimir por las armas al Occidente materialista y descreído.
No se sabe cuántos militares rusos han perecido en este medio año de guerra (las cifras aportadas por Ucrania y sus aliados forman parte de la propaganda); en todo caso se cuentan por miles, en su mayoría reclutas. Por ninguno de ellos se han derramado tantas 'lágrimas de Estado' ni se había pronunciado de manera personal Putin como sí ha ocurrido con la desdichada hija de Alexander Dugin, víctima de una bomba presumiblemente dirigida contra su padre. Que una muchacha pierda la vida en esas circunstancias conmueve a cualquiera que aún no esté cegado por el odio. Odio como el que a la joven Darya Dugina le inoculó su padre, un agitador de tempestades de acero conocido por sus ominosos llamamientos a «matar, matar, matar» ucranianos, nación que a su juicio debería «desaparecer de la Tierra y reconstruirse desde cero». Uno de esos patriotas, como los hemos conocido también aquí, que no conciben el amor a su propio país si no es odiando a otro.
Albergo una antigua simpatía por el lezotarra Antxon Pildain, figura de la Iglesia por muchas razones excepcional. Algunas de sus pastorales siendo obispo de Canarias durante el franquismo son de una osadía admirable. Por ejemplo aquella en la que propuso erradicar las guerras mediante el sencillo procedimiento de situar en vanguardia del frente, en la posición de mayor peligro, a reyes, presidentes y ministros de los países contendientes, escoltados por sus fabricantes de armas, banqueros y diplomáticos. Y aspecto no menos importante: «que sus mujeres e hijos ocupen los lugares de las más humildes y pobres mujeres del pueblo, sin ningún medio especial de seguridad o protección». Rematando: «Opinamos que los que declaran las guerras tengan que verse ineludiblemente en la línea de fuego junto a los hijos del pueblo».
Un buen remedio, aunque utópico, al cinismo que ya denunciara el clásico: «Dulce bellum inexpertis», la guerra solo es grata para quien no la padece.
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