![De Ménière a Matusalén](https://s2.ppllstatics.com/diariovasco/www/multimedia/202111/09/media/cortadas/69015876--1248x882.jpg)
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Del síndrome del Covid, del que, pese a tanto tiempo pasado bajo su férula, todavía no nos hemos librado y hasta cuándo ese su dominio ... en obligación marcada de enmascararnos antes de salir de casa, lo que también se nos aviva en nuestra agenda de vida es la memoria de otros algunos alifafes con los que nos ha tocado convivir.
En mi caso, por ejemplo, con ese que tiene nombre de plato de menú de pescado blanco preferido por un buen amigo mío, el lenguado y que, desde hace más de sesenta años, se me encaramó por el martillo, prosiguió por el yunque y debió ser tal el golpe que dejó derrengado al estribo, que es la mejor manera, supongo, para sentirse como ángel borracho, flotando en no se sabe qué algodonosas nubes, la inestabilidad y el desequilibrio como toda compañía. De vez en cuando los estertores del volcán de la vorágine, el vértigo –que cada vez que me asaltaba, no era, solamente los ruidos de la fragua del herrero con el martillo batiendo sobre el yunque lo que oía sino también el fragor de las aguas agitadas del maelström de Poe en el remolino del Ström en plena furia allá por Lofoden– el cuerpo agazapado como siempre se acurruca en los momentos más miserablemente siniestros buscando, no solamente las ubres sino el mismo útero materno.
Es decir, sesenta años de vuelo sin alas, lo ingrávido como ley de permanencia, la farola o el poste arbóreo ciudadano en sus alcorques como salvavidas de náufrago, siempre presente esa amputada oreja de Van Gogh que hizo bien en cortarla por lo sano aunque no le sirviera para nada que, pese a todo hay que agradecerle al doctor Prosper Ménière (1799—1862), sus baldíos esfuerzos de lucha contra los acúfenos, el único al parecer en esta quijotesca lucha contra gigante de más brazos lesivos aún que los del mítico Briareo, que nada valen sinapismos, nada betahistinas, que los laboratorios y los investigadores perseguidores de causantes de enfermedades han preferido, en este caso, dormirse a la bartola o a la barcarola. Que hay en la medicina islotes de naufragios a los que nadie quiere acudir y ni siquiera hay un robinsón que haya querido enfrentarse contra ese pequeño enemigo tan grande que puede agostar y agotar todas las alegrías en tantas vidas y que, es que acaso se teme que ocurra como a Simbad en su quinto viaje con aquel Viejo del Mar que subió a sus espaldas y le fue preciso emborracharle para librarse de ese su jinete que iba pareciéndosele de presencia y paciencia eterna.
Lo cierto y lo tremendo es que la sinergia de los síndromes es interminable. Si cada uno puede aportar unos cuantos con los que ha convivido y convive, lo más temible es que se van sumando. Es el momento en el que a lo antedicho, puedo añadir unos cuantos bien conocidos y catalogados que fuera de catálogo mejor callarse.
Un síndrome, por ejemplo, como el de Dupuytren, que hace que, poco a poco, nuestra mano vaya engarabitándose, los nódulos de la palma engrosándose como lianas más siquiera que como tendones y haciéndonos recordar la del Harpagón de Molière cuya curación solamente se hacía posible metiéndosela en su famoso baúl de avariento sin remedio que allí estaba la cataplasma salvadora de áureo color comparable en fragancias cariciosas a aquel poder supremo del alquimista por excelencia, el rey Midas que en oro convertía todo lo que tocaba y que ha contagiado a personajes de hoy que ni hace falta citarlos, el síndrome de las piedras nada preciosas que puestos a ser guijarros molestos optaron por instalarse en el colédoco bien untados de bilis.
Miro en derredor, una mirada circular que me hace daño en las cervicales y me encuentro con el enemigo, esta vez disimulado entre ese bamboleo de la cabeza hacia lo abajo, ahí donde moran piedras y lodos. Lo cierto es que la mítica manzana de Newton encierra la gran verdad de nuestros cabeceos más notables sin necesidad alguna de aquiescencias obligadas que se van inclinando hacia el musgo como en el jardín del alquímico inglés, cada vez más abajo en el bamboleo, de manera que, en su callejeo, lo nota la esposa y se conduele de esa bajada y le recrimina con una pregunta que es una reconvención –¿por qué no levantas la cabeza?– y el hombre calla.
Que ésa sí que es la ley de la gravedad con su síndrome preciso que, para terminar con la relación, habrá que convenir que con cada día se nos asoman nuevos síndromes de enfermedades que, a los viejos conocidos vienen a sumárselos los de nuevo cuño. Tan raras a veces que nos resultan increíbles y que se totalizan en esas sintomatologías nada particular ni personal que, de la postura fetal que adopta el niño a la encogida del anciano que cada vez más va mirando al suelo, es el apotegma de la vida. El ejemplo admirado por evidente de que polvo somos y polvo volveremos a ser, piense cada cual lo que quiera según se le sugieran pensamientos que, cada vez se hace de más difícil cumplimiento la sugerencia rubeniana, que es casi mandato, de llevar «libre la frente que el casco rehusa» que bien pudiéramos llamarlo como 'síndrome de Matusalén' depende de, a cuantos muchos años, vista...
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