Entre los terrores que inmemorialmente han atormentado a los humanos, por escalofriante sobresale el de despertar en medio de una total oscuridad metido en un cajón de madera a dos metros bajo tierra. Tiene nombre, tafofobia (del griego 'tafos', tumba), y de ello se ha ... escrito mucho: con fantasía desde el 'Decameron' de Bocaccio hasta 'El entierro prematuro' de Edgar Allan Poe, sumado a un sinfín de leyendas urbanas; y con más o menos verosimilitud sobre víctimas de catalepsia (parálisis, también del griego) que fueron a parar al hoyo cuando aún estaban para mojar el bollo.

Publicidad

Este miedo reptiliano cobró insospechado vigor por toda Europa durante el XIX, siglo aterrado donde los haya, para cuya respuesta se tomaron algunas medidas preventivas. Fue entonces cuando se constituyó el cuerpo de Inspectores de Muertos con encargo de evitar las inhumaciones precipitadas, y se fundó la Asociación Londinense para la Prevención del Enterramiento Prematuro que, entre otras actividades, impulsaría el diseño y construcción de 'ataúdes de seguridad' habilitados con dispositivos de alerta como campanillas o féretros con 'abrefácil'.

Pero más allá de la neurosis colectiva, esta epidemia de tafofobia contribuyó a una mayor precisión en la lectura de los signos de deceso y a su certificación con garantías. Por ejemplo, la invención del estetoscopio (otra palabra griega) supuso un salto determinante para la auscultación de la actividad cardíaca (de 'kardiakós', corazón).

En paralelo a esto, se perfeccionaron los métodos de reanimación. Una de las primeras técnicas, sorprendente desde nuestra actualidad pero tenida por eficaz por el cuerpo médico hasta mediada la centuria, era el 'boca a ano' con humo de tabaco. Había el total convencimiento de que insuflando humo de picadura en el recto, a la manera de una lavativa gaseosa, se conseguía reanimar a la persona ahogada. Tan es así que a orillas de ríos y costas se instalaron socorristas pertrechados de pipas y de enemas (etimología helénica, asimismo) por los que soplar en el culo de los asfixiados.

Publicidad

Es probable que a las/los lectores más veteranos lo anterior les traiga el recuerdo de un médico, el doctor Rosado, que se hizo célebre hace muchos años tras recomendar por TVE la reanimación de los ahogados apagando cigarrillos sobre sus cabezas, convertidas así en una especie de 'ceniceros craneales' (valga un helenismo más: 'kranos').

Alguien lo dijo bien: la medicina a veces parece el arte de acompañarnos al sepulcro con palabras griegas.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad