Un liberal ilustrado sabe -aunque en este caso José María Ruiz Soroa parece haberlo olvidado (en su artículo 'La paja y la viga' del 26 ... de noviembre)- que en la confrontación intelectual lo menos relevante es quién lo dice. Señalar a la condición del interlocutor tendría sentido si planteara una radical inconsecuencia, lo que no es mi caso al reclamar que el debate intelectual acerca de las cuestiones territoriales se haga con menos ventilación y que el modo de abordarlo podría haberse hecho sin causar graves daños a nuestra cultura política, como creo sinceramente que ha sido el caso frente al conflicto catalán.
Que uno se identifique nacionalmente de una u otra manera no es el tema sino el modo como lo hace, que puede ser banal, cívico, esencialista o supremacista. Y de todas estas versiones puede uno encontrarse entre quienes discuten acerca de las cuestiones territoriales, en uno u otro lado. Personalmente siempre he pensado que la nación no debería ser un tema obsesivo, aunque uno piense y sienta inevitablemente en referencia a un espacio y unas personas con las que tiene determinados vínculos de identificación emocional y solidaridad. Una pertenencia que se amplía y complica en unos momentos en los que las obligaciones respecto de quienes podríamos considerar otros se intensifican en un mundo convertido cada vez más en destino compartido. ¿Es posible debatir acerca de todo esto y del modo como identificamos esas «esferas de la justicia» sin pretenciones exclusivistas y sin imposiciones injustificadas? Mi respuesta es un rotundo sí.
Siempre he pensado que lo que nos separa a los seres humanos no es el hecho de que pertenezcamos a distintas naciones, ni su tamaño, ni si tiene o no la forma de un Estado, sino el modo como nos identificamos con ellas. Por un lado, están los que, aquí y allá, la entienden como un todo compacto y esencialista, cerrada a cualquier transacción; por otro, quienes la pensamos y vivimos como una realidad abierta, que se construye por el pacto y se destruye por la imposición.
Entre los primeros puede haber mucha discusión, pero reina un acuerdo de fondo acerca de la incompatibilidad de los proyectos nacionales y eligen como sus antagonistas a las versiones más cerradas de lo que combaten. Mientras tanto, los segundos, acusados por los primeros de un patriotismo escaso, negocian el modo de construir esa compatibilidad. Siempre he pensado que las naciones (la vasca, la española, la que sea) están mejor representadas por la prosa de quienes trabajan por el encuentro que por la épica de quienes están todo el día radiografiando la diferencia. A veces la representan mejor todavía sus críticos. Se aprende a amar la Irlanda de James Joyce, que la abandonó y criticó ferozmente, más que de tantas novelas irlandesas llenas de pelirrojas y prados verdes.
Sabe muy bien Ruiz Soroa que la cultura política liberal se caracteriza por el convencimiento de que las cosas generalmente pueden hacerse de diversas maneras y que la opción por una de ellas es una posibilidad entre varias. En este caso, las elecciones generales recientes podían no haberse celebrado (como parece estar de acuerdo una gran mayoría de la sociedad), podían haberse hecho con una agenda que no le fuera tan propicia a Vox y, sobre todo, sin plantearlas como un combate por ver quién tenía propuestas más duras (legales o de modificación de la legalidad). ¿Era inevitable plantear precisamente en plena campaña volver a incluir en el Código Penal el delito de convocatoria de un referéndum, amenazar con la aplicación del artículo 155 de la Constitución o lanzar la propuesta de un mayor control sobre el espacio digital? Que había que hablar sobre Cataluña en esos comicios me parece fuera de discusión, pero que se podía hacer de otra manera, también.
¿De verdad pensaban los estrategas de La Moncloa que de este modo desescalaban el conflicto y marginalizaban a las fuerzas más duras? ¿Por qué se eligió precisamente el lenguaje más duro en vez de lanzar las propuestas más constructivas? Son opciones, a mi juicio, desacertadas, pero no respuestas inevitables. Y me permito mantener la duda acerca de si no hubieran tenido un mejor resultado las fuerzas más interesadas en el acuerdo si el marco mental de la campaña electoral hubiera sido otro.
Por supuesto que no siempre está en nuestras manos elegir uno u otro escenario, pero sí parcialmente o al menos en cuanto al modo de estar en él. Supongamos que lo que está en juego es 'la supervivencia de España como hoy la conocemos o su ruptura en varios Estados independientes', ¿cree José María Ruiz Soroa que quienes están preocupados por esa posibilidad han elegido, ahora y en los años anteriores, el mejor procedimiento para impedirlo? Me extraña esta defensa que hace del carácter inevitable de cuanto ha sucedido recientemente cuando viene de alguien que no ha dejado de ilustrarnos siempre con propuestas imaginativas y liberales.
Mientras sigamos mirando al dedo que señala, dejaremos de atender a lo que verdaderamente importa: a las cosas señaladas y cómo hacer para que no evolucionen de una manera tan irracional en manos de quienes no tienen una concepción liberal o republicana de sus naciones.
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