Entre muertos y vivales
Giputxirene ·
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Giputxirene ·
Nunca estarás del todo seguro de que tu 'ultimo viaje' vaya a serlo de verasPocos países hay más dados a la mudanza mortuoria que este: nunca estarás del todo seguro de que tu 'último viaje' vaya a serlo de ... veras. La práctica de trastear con momias de un sitio a otro arraiga al menos desde los tiempos del Cid cuyos restos se pasearon durante ocho siglos por España y Alemania. Tras constatar que la vida es sueño, Calderón de la Barca descubrió que el sueño eterno puede resultar movidito: cinco veces fue enterrado y desenterrado el pobre. Su contemporáneo Quevedo también padeció sucesivas inhumaciones en Villanueva de los Infantes hasta que un ministro resolvió que el 'polvo enamorado' se recogiera en Madrid: consagrado en el Panteón de los Ilustres, luego se supo que los venerados huesos no pertenecían al genial paticojo. No ha mucho se hallaron los auténticos.
Tampoco nos faltan escalofriantes ejemplos de turismo fúnebre. Juana la Loca 'hizo bolos' de pueblo en pueblo llevando en el ataúd a su esposo Felipe como prueba de la justedad de su apodo, El Hermoso, antes de que los gusanos lo echasen a perder. A san Juan de la Cruz, fallecido en Úbeda, le condujeron a Segovia para exponerlo públicamente. Ante las reclamaciones reliquiales de los carmelitas de todo el país, la jerarquía dispuso que se hiciera un reparto salomónico: por un lado, la cabeza y el tronco; por otro, su brazo místico; los dedos, a distribuir entre las diversas comunidades; y lo sobrante, de vuelta a Úbeda. ¡Y eso pese a que el poeta había muerto en la incomprensión y el ostracismo!
Un país otrora tan católico como el nuestro no ha quedado al margen de similares trajines. En 1921, con motivo del cuarto centenario de la conversión de Ignacio de Loyola, el Vaticano envió a Gipuzkoa una reliquia del santo. Más concretamente, un fragmento del cráneo, ínfimo pero «inconfundiblemente vasco» según destacaron algunos sasiletrados. Había expectativa de que se produjeran milagros en su triunfal recorrido de Irun a Azpeitia y regreso, pero nada prodigioso ocurrió. Había excusa: el sagrado osecillo no tuvo necesidad de «ese medio extraordinario de revulsión espiritual» en tierras tan acendradamente cristianas. A cambio, ello justificaba la 'santa codicia' del pueblo guipuzcoano que, por boca del presidente de la Diputación, Elorza, pidió que la reliquia permaneciera aquí. El nuncio vaticano prometió gestionarlo en Roma donde, ante la «escasez de huesos ignacianos», tuvieron que mondar a fondo.
No queda sino dar razón a quien definió la muerte como la prueba irrefutable del absurdo de la vida. Le faltó añadir: y de lo no menos absurdo que viene después.
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