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El común de los seres vivos nace con un objetivo fijado por su taxón, con un 'telos'. El gato o la hormiga, el calamar o la ardilla, la sardina o la avefría, tienen un 'plan de vida' del que nada les desvía excepto la muerte. ... Hacen lo que deben hacer. Sin embargo, hay una especie disfuncional respecto a este patrón. Un animal que surge, por así decirlo, en crudo y sin un guión definido; que posee conciencia de su propia existencia como algo indeterminado, abierto, aparentemente ilimitado en sus posibilidades; y que afronta su destino como un enigma y su vida como un problema: los humanos.
Irrumpimos con el equipamiento natural para vivir infinidad de vidas distintas, pero al final terminamos viviendo solo una. «¿Qué quieres ser de mayor?», es la pregunta con que se nos atormenta desde niños. Y no vale contestar «Quiero serlo todo». Porque por muchas y excelentes aptitudes y potencialidades que poseamos, hemos de tomar un único camino y renunciar a todos los restantes. Las circunstancias, la naturaleza y el azar deciden por nosotros, y en menor medida las propias elecciones (la libertad a la que estamos 'condenados', como se percataron los existencialistas).
Estamos tan preparados para ser miles que nos melancoliza acabar constreñidos a uno y para de contar. Se diría que nos cortaron las alas ya en la cuna. En compensación, desde niños nos entretenemos remedando situaciones, protagonizamos aventuras fingidas, buscamos emociones que nos saquen del 'encasillamiento' del papel único para imaginar que somos otros entre los infinitos roles posibles que dejamos atrás. Rehacemos simbólicamente nuestras vidas.
Y, además, tenemos el cine. Entramos en la sala de proyecciones esperando descubrir una realidad completamente distinta de aquella en la que transcurre nuestra cotidianidad. En la oscuridad, nos sumergimos en otro mundo que, al menos en parte, da sentido a nuestras expectativas porque siempre está a punto de ocurrir algo nuevo de lo que seremos partícipes. Nos identificamos con los personajes y a través de ellos interiorizamos cuantas situaciones y peripecias desfilan por la pantalla. Las hacemos biografía.
El cine es como un juego donde el sueño parece realidad, y lo que afuera llamamos realidad no es más que un sueño. En ningún otro lugar sentimos tan intensamente que la vida tiene color y sentido, como si el mundo ordinario fuera algo residual respecto a lo que allí sucede. En el cine se verifica lo que intuyera Walt Whitman: que cada uno albergamos multitudes.
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