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Por un instante, se podría imaginar la cabeza como un patio cerrado, de paredes altas y desconchadas, donde el sol apenas cuela un rayo tímido ... entre las rendijas. Ahí dentro, los pensamientos dan vueltas como presos inquietos, algunos con cadenas oxidadas, otros con la mirada perdida, todos buscando una salida que no encuentran. Así viven muchos, la mayoría de los días, encerrados en esa celda que no tiene barrotes visibles pero que aprieta más que el hierro. La mente, esa maravilla que distingue al ser humano, se convierte a veces en su verdugo, y los problemas –esos fantasmas que persiguen— son los carceleros que susurran al oído: «No hay escapatoria».
Pensar es un oficio peligroso. Todo empieza por un hilo suelto, un recuerdo que pincha como una astilla, y de pronto uno se encuentra enredado en una madeja de nudos imposibles. La cabeza se transforma en un campo de batalla donde luchan el ayer que no suelta, el mañana que asusta y el hoy que se escurre entre los dedos. Los problemas, grandes o pequeños, se amontonan como trastos en un desván: una deuda que no se paga, una palabra que no se dijo, un sueño que se quedó en la almohada. Y todo sale a flote, siempre. No hay manera de hundirlo. Algunos fingen que no está, miran al otro lado, silban una tonadilla para despistar, pero la marea de la conciencia no perdona: lo saca todo a la superficie, lo pone delante de los ojos como un espejo roto que no miente.
Hay días en que el sufrimiento no viene de fuera, de las facturas o las broncas, sino de esa jaula interior. Una puede estar sentada en el sillón, con el café humeante, y de repente un pensamiento oscuro lo asalta, un «y si...» que clava las uñas en el pecho. Es curioso cómo la mente fabrica sus propios tormentos. A veces no hace falta un enemigo de carne y hueso; los seres humanos nos bastamos solos para cavar la trinchera y disparar. Encerrarse en lo que pudo ser, en lo que no fue, en lo que tal vez nunca será. Y ahí, en ese calabozo sin puertas, se nos condena a cadena perpetua.
Pero hay una salida. Porque si la cabeza es una cárcel, también es un cielo abierto, un territorio sin fronteras donde la imaginación levanta el vuelo. En sus historias, algunos han sabido mirar así el mundo: con los pies en el barro y los ojos en las estrellas. Pensar puede ser un castigo, sí, pero también una salvación. Hay quienes cierran los ojos y se ven en una playa de arena fina, o en una casa con chimenea mientras la lluvia golpea los cristales, o en un camino de tierra donde el aire huele a tomillo. La imaginación no pide permiso ni paga peaje; simplemente toma de la mano y saca del encierro.
No siempre es fácil, desde luego. Hay pensamientos que pesan como losas, que atan las alas antes de que puedan despegar. Los problemas reales —el paro, la enfermedad, la soledad— no se borran con un chasquido de dedos ni con un castillo en el aire. Pero incluso en la celda más oscura, la imaginación encuentra una grieta. Una anciana, con sus manos nudosas y su voz cascada, contaba historias de cuando era niña en el pueblo. No tenía nada, ni un mendrugo que llevarse a la boca, y sin embargo tejía cuentos de princesas y lobos que hacían olvidar el hambre que otros ni siquiera sentían. Eso es el poder de la mente: transformar la miseria en algo que brilla, aunque sea por un rato. Permitirnos soñar con una felicidad efímera, un momento, unos minutos. Que sea motivo para sonreír. Imaginar un mundo mejor no se convierte en real, pero qué instante, ese que hacer sentirse bien.
Entonces surge la duda: ¿qué hacemos con esta cabeza nuestra, que encierra y libera a la vez? Tal vez, a veces, debamos rendirnos, en no pelear tanto con ella. Dejar que los pensamientos vengan, que se paseen como vecinos ruidosos, pero no darles la llave de la casa. Y cuando aprieten demasiado, abrir la ventana de la imaginación y saltar. No se trata de huir para siempre —eso no se puede—, sino de darse un respiro, de recordar que no todo es sufrimiento, que hay un pedazo del alma que sigue siendo libre, aunque el cuerpo esté agotado y el corazón magullado.
La gente sufre, sí. Se ve en las caras de la calle, en los ojos que esquivan, en las manos que tiemblan al pagar el pan. La vida no es fácil, y la mente lo sabe. Pero también se ve a esa misma gente reírse en la cola del autobús, inventarse un chiste, soñar con un viaje que quizá nunca haga. Y ahí está el milagro: en esa chispa que no se apaga, en esa capacidad de imaginar incluso cuando toda pesa. Porque los pensamientos pueden ser cadenas, pero también alas. Y aunque estemos presos en esta mente, hay un rincón donde nadie nos alcanza, donde somos dueños del viento y del horizonte.
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