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La pregunta, lanzada como un desafío desde el escenario, flotó en el aire, cargada de un peso que no era suyo. En la penumbra del teatro, al caer el telón sobre el último acto de la obra 'Una terapia integral', la voz de uno de ... los actores resonó en la quietud expectante. No era una despedida, sino una invitación a cerrar los ojos, a confrontarnos con esa pregunta incómoda: ¿qué quemarías de tu vida?

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El silencio se hizo más denso, palpable. Cada uno de nosotros, en la intimidad de su oscuridad, hurgó en las heridas, en los miedos, en las frustraciones que llevamos a cuestas. Segundos que parecieron eternos, un viaje introspectivo que nos desnudó el alma. Y entonces, al abrir los ojos, un clamor unánime resonó en las paredes del teatro: «¡Nosotros somos el pan!». La afirmación, dicha con la fuerza de una revelación, nos dejó suspendidos en un instante de comunión. ¿Qué significa ser el pan?

El pan, alimento primordial, sustento, símbolo de vida y de compartir, es también el resultado de un proceso de transformación. La harina, antes de ser pan, es trigo, es semilla, es tierra. Es el ciclo de la vida, de la muerte y del renacimiento. Y nosotros, como el pan, somos el resultado de un proceso de transformación. Hemos sido amasados por la vida, moldeados por las experiencias, horneados por el dolor y la alegría. Llevamos en nosotros la semilla del cambio, la capacidad de renacer de nuestras propias cenizas.

Llevamos en nosotros la semilla del cambio, la capacidad de renacer de nuestras propias cenizas

Quemar, entonces, no es aniquilar, sino transmutar. Es reconocer las sombras que nos habitan, abrazarlas, integrarlas, y dejar que el fuego de la conciencia las transforme en luz. Es aceptar que somos el pan, imperfectos, quebradizos, pero también, esenciales, capaces de alimentar el alma.

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Quemaría el miedo, el cobarde escondido en las sombras de nuestra mente, que nos paraliza con sus garras heladas, que nos hace dudar de nosotros mismos, que nos roba la valentía y la osadía. Es un peso invisible que llevamos sobre los hombros, que nos impide volar, que nos ata a la tierra, que nos hace conformarnos con menos de lo que merecemos.

Quemaría la culpa, la losa que nos aplasta el corazón, que nos hace sentir indignos, que nos recuerda una y otra vez nuestros errores, nuestros fracasos, nuestras heridas. Aquello, que nos impide avanzar, que nos hace tropezar una y otra vez con la misma piedra. Es un eco del pasado que nos roba la alegría, que nos llena de remordimientos, que nos hace creer que no merecemos el perdón ni la redención.

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Quemaría el rencor, ponzoña que se filtra en nuestras venas, que nos amarga el alma, que nos ciega con su odio. Es un fuego que arde en nuestro interior, que consume nuestra energía, que nos convierte en esclavos de la venganza. Es una herida que no cicatriza, que supura dolor, que nos impide perdonar.

Quemaría los juicios, las etiquetas que ponemos a los demás y a nosotros mismos, como si fuéramos dioses que todo lo saben, que todo lo juzgan. Son prejuicios que nos ciegan, que nos impiden ver la belleza de la diversidad, que nos hacen discriminar, rechazar, excluir.

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Quemaría la superficialidad, esa capa de barniz que nos hace brillar por fuera pero que nos vacía por dentro. Es una máscara que nos ponemos para ocultar nuestras imperfecciones, nuestras vulnerabilidades, nuestros miedos. Es una búsqueda constante de aprobación externa que nos aleja de nuestra verdadera identidad, que nos hace vivir en función de la mirada de los demás.

Quemaría la tristeza, una fuerte lluvia persistente que nos empapa el alma, que nos apaga la luz interior, que nos sumerge en un mar de melancolía. Es un vacío que nos invade, que nos hace sentir solos, incomprendidos, abandonados. Es un dolor que nos atraviesa, que nos hace llorar sin consuelo, que nos hace cuestionar el sentido de la vida. Una pregunta que choca en los oídos: ¿Para qué?

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Quemaría la depresión, esa oscuridad que nos envuelve como un manto frío, que nos roba la esperanza, que nos susurra al oído que todo está perdido. Es un monstruo que nos acecha, que nos paraliza, que nos hace sentir inútiles, insignificantes, sin valor. Es una lucha constante contra nuestros propios demonios.

Quemaría la cobardía, esa sombra que nos impide alzar la voz ante la injusticia. Es un miedo que nos paraliza, que nos hace renunciar a nuestros sueños, a nuestros ideales, a nuestra dignidad.

Quemaría el deseo de huir, de escapar de la realidad, de escondernos del mundo. Es un anhelo de desvanecernos, de dejar de existir. Es una rendición ante la vida, una negación de nuestra propia existencia.

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Y quemaría la nostalgia que, como un adorno navideño deslucido, se aferra a los recuerdos de lo que fue y ya no es. Esa nostalgia que tiñe de tristeza las luces brillantes de esta época, que nos hace añorar Navidades pasadas, personas ausentes, momentos que no volverán. La quemaría para dejar espacio a la esperanza, a la alegría de un nuevo comienzo.

Quemar estas sombras no es negarlas, no es fingir que no existen. Es confrontarlas, es mirarlas a los ojos, es reconocer su poder sobre nosotros. Es aceptar que forman parte de nuestra historia, de nuestro ser. Es liberarnos de su yugo, es recuperar el control de nuestras vidas. Es renacer de las cenizas, más fuertes, más sabios, más libres...

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