H itler fundamentó su poder en la represión a través de su policía política (la rebautizada como 'Gazpacho' por una ya célebre congresista trumpiana), y en una eficaz comunicación de masas. Leemos en 'Mein Kampf': «Toda propaganda ha de ser popular y adaptada en su ... nivel mental a la capacidad del más limitado de aquellos a los que nos dirigimos». O sea, cuanta más gente se busque convencer tanto más pedestre ha de ser el mensaje, según el führer.
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Similares premisas parecen asumir hoy los/las políticos/as 'desacomplejados/as' de la nueva hornada. Conocemos sus métodos: usar la brocha gorda y el mensaje provocador; soslayar complejidades evitando entrar en honduras; mentir con datos y pseudoestadísticas; y exagerar. «No tengáis miedo de exagerar», alentaba el siniestro ministro de Propaganda Joseph Goebbels.
Cuando la exageración se cotidianiza es señal de que algo va mal en nuestras vidas. Ejemplos desde la política: dice Casado que estamos en «las horas más oscuras de la nación española», y sus aliados de Vox alertan de la invasión de la patria por monstruosos extranjeros. En el deporte: prácticamente todos los partidos son 'partidazos', cada fin de semana acontece algo 'histórico' y ya no cabe un alfiler en el panteón de los 'míticos', 'gloriosos' y 'legendarios'. En la vida social: calificar a alguien de buen profesional parece poco, hay, como mínimo, que llamarle 'referente'. Esta misma semana una notable actriz, Margarita Lozano, ha sido despedida como «musa de Buñuel y Pasolini» pese que solo rodó una película con ambos y en papeles secundarios. Y no dejemos de escuchar a la incalificable Georgina cuando nos descubre que «Cristiano Ronaldo es supernormal, más normal que la gente normal». Será que con tanto dinero el portugués se ha pagado una normalidad de 'alto standing'.
Como el simplón del chiste que decía gustar de la música, «pero solo la que sale de tubos grandes», todo énfasis y toda hipérbole parecen pocos para excitar nuestra atención. Si de Eugeni D'Ors se decía que hablaba con voz cursiva, ¿a cuántos podríamos señalar hoy que hablan o escriben con negritas y en mayúsculas? Pero nada gana en ello la comunicación. Al contrario: estamos vaciando el lenguaje. Y, de paso, mostramos una abrumadora pereza mental. Pues detrás de la exageración está la incapacidad para lidiar con las jerarquías de la realidad y para admitir su prosaísmo.
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Puestas así las cosas, nada más 'supernormal' que confundir la velocidad con el gazpacho y a la Gestapo con el tocino.
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