Estar de vacaciones en esos lugares donde los amigos son, a la vez, anfitriones y compañeros de andanzas, tiene la ventaja de que perderse y encontrarse casi siempre son lo mismo. Sin ir más lejos, hace un par de días nos llevaron a un restaurante escondido, de esos -algunos aún quedan- a los que nunca llegan turistas despistados, que para cualquiera poco habituado a las costumbres gallegas sería lo más parecido a ir de invitado a una boda 'hobbit' en la Comarca: musgo, bellotas, cerveza, churrasco, avispas velutinas del tamaño de un Smart, mucha madera y lluvia y sol a partes iguales.
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Al salir, tras el obligado café de pota con aguardiente, reparé en una escultura que el hambre me impidió ver al llegar. La estatua, aunque brillaba, tenía el aspecto vetusto de las piedras desgastadas durante años por la constancia del orballo y los líquenes. Desde el pedestal me saludó un druida esbelto y barbudo, más digno de los dibujos de Uderzo que de ninguna cultura milenaria. Bingo: el cartel que la acompañaba, después de explicar con detalle, en un gallego perfectamente normativo, el 'ritual del druida poeta', me desveló que el propio establecimiento había encargado la escultura en el año 2009, y que en su construcción se había utilizado una tonelada de vidrio reciclado.
Sabina decía aquello de que todos los finales son el mismo repetido. Estoy de acuerdo y subo la apuesta: al final, todos los rituales son un invento reproducido las veces suficientes como para que llegue a pisar el suelo firme de la cultura popular, que es la única que de verdad existe. Esto, lejos de decepcionarme, me parece lo mágico: tenemos la oportunidad, con tesón y tiempo, de crear nuestros propios mitos y de adaptar la tradición a los valores que nos hacen evolucionar. Estoy muy a favor de los druidas poetas. De ellos y de las 'meigas', que 'habelas, hailas'.
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