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La inestabilidad política es, ante todo, un estado de ánimo. Las mismas razones que llevan a pronosticar la convocatoria anticipada de elecciones por parte de Pedro Sánchez son las que permitirían a éste aventurarse en la culminación de la legislatura, incluso sin presupuestos propios. Ya ... se sabe que aguantar en La Moncloa en minoría se vuelve virtud con el tiempo. Algo parecido ocurre con el mandato de Torra al frente de la Generalitat. La volatilidad del momento es tan manifiesta que sirve lo mismo para disolver el Parlament que para mantenerlo en hibernación, a la espera de que el independentismo encuentre algún sentido a su apuesta. El público está advertido de que puede pasar cualquier cosa. De modo que los actores secundarios de la función -léase el PNV- no tienen más remedio que limitarse a verlas venir, dudando entre reivindicarse coprotagonistas de una eventual disolución de las Cortes o mantenerse en un plano más discreto. Dado que cualquier cosa es posible, hasta los movimientos tácticos pierden valor. Porque hoy la política no es ya de momentos, es de instantes. Quien ahora parece haber logrado un triunfo puede verse ridiculizado en el minuto siguiente.
La sociedad se muestra terca al fragmentar una y otra vez el arco parlamentario, tanto en las urnas como en los sondeos. No parece que la cosa tenga vuelta atrás, por mucho que los partidos tradicionales añoren tiempos más predecibles. Son la atomización del espectro ideológico y el solapamiento de proyectos de sociedad bajo consignas identitarias los que dan lugar a un espacio en tres dimensiones que, insistentemente, se reduce a una: nosotros y los otros. Cuando la política entra en colapso, las cámaras legislativas se disuelven convocando a los electores a que desatasquen la situación. En realidad son los partidos los que se citan para ese enésimo ajuste de cuentas en las urnas, aunque sepan que será en balde. Porque los ciudadanos tienden a devolverles la patata tan caliente como estaba.
Es imposible caminar sobre el alambre más de un año; a lo sumo dos. La crisis del 2008 hizo que la literalidad de los presupuestos públicos pasase a ser algo relativo. Las instituciones se pertrecharon de mecanismos alternativos para salvar prórrogas y reconvertir partidas sobre la marcha. La diferencia entre Sánchez gobernando sobre sus propios presupuestos o gestionando un año más los heredados de Rajoy sería mínima, incluso si se desvanecieran esos 6.000 millones de más admitidos por Bruselas a cuenta del déficit. En Euskadi, nunca llegó a ser un desdoro la prórroga presupuestaria. Sencillamente porque quienes se resistían a secundar o facilitar las cuentas del siguiente año tampoco se veían capaces de articular una alternativa política a las mismas. Es la cláusula no escrita a la que parece recurrir Pedro Sánchez en estos instantes. Es a la que se aferra el independentismo gobernante en Cataluña, cuando prorroga la entente entre JxCat y ERC hasta que se conozca la sentencia del Supremo. Pero dado que la atomización del cuadro partidario parece haber llegado para quedarse, tradicionales y emergentes debieran hacer un mayor esfuerzo para ensayar gobiernos de coalición empezando por el Ejecutivo central.
El efecto más nocivo de la inestabilidad es que invita al público a que se fije solo en quienes tratan de avanzar sobre el cable, para ver si acaban cayéndose o hasta cuándo continúan agarrándose a él. Las políticas públicas no solo pasan a confundirse con los mensajes de campaña, sino que son objeto de anuncios y revisiones sucesivas; tanto por parte de los gobernantes como por parte de sus adversarios.
Los mismos actores políticos que simulan haber llegado mucho más allá del posmodernismo se esfuerzan en recrear sus particulares señas de identidad como narrativa recurrente, tratando de sublimar un talante propio. El escapismo compartido respecto al futuro del sistema de pensiones es el ejemplo más elocuente de lo que ocurre cuando el país oficial se obstina en caminar sobre el alambre: nadie sabe nada.
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