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Hace unos días me llamó una amiga rusa. Estaba muy triste porque con las restricciones occidentales se le había fastidiado una excursión ya pagada al ... lago Baikal. «¡Qué culpa tenemos los rusos de a pie de todo esto!», se lamentaba. Un par de días después una profesora de la UPV estimaba que solo se hablaba de los daños estructurales sufridos por los ucranianos, cuando también los sufre la población rusa. En el primer caso, sería necesario advertir que Vladímir Putin no es un producto de la generación espontánea, sino que respondió hasta ayer a un mayoritario apoyo social. En cuanto a la segunda opinión, demuestra una curiosa sensibilidad al equiparar los perjuicios experimentados por los rusos con la muerte y la destrucción recaídas sobre los ucranianos por culpa de la invasión.
Es un ejemplo más de la proliferación de declaraciones que de un modo u otro relativizan la criminal responsabilidad del dictador ruso al emprender a sangre y fuego la conquista de Ucrania. Algunas rozan el humor negro, como las que hablan del miedo de Putin o aquellas que suscriben su intoxicación sobre lo humillada que se sintió Rusia cuando él quiso acercarse a Occidente. Y sobre todo, su lógica respuesta al avance de la OTAN, la gran coartada. Llegados a este punto, la agresividad de Putin se contagia a sus abogados defensores. No solo olvidan que Rusia en los 90, interviniendo en el círculo próximo (Transnistria, Abjacia) y Putin al lanzar la brutal reconquista de Chechenia, definían un panorama bien distinto al de la casa común de Gorbachov, sino que ignoran que la práctica armada del irredentismo putiniano reproduce el fondo y el procedimiento seguido por Hitler en los años 30. A quien lo haga notar, le es negada incluso la facultad de discurrir. Sin argumento alguno.
A la ceremonia de la confusión, origen de la escasa movilización en España contra la invasión, se suma algo más grave: la fractura en el propio Gobierno. No solo se trata de la actitud de Podemos, con toda su carga de antiamericanismo primario, sino de que esa oposición en nuestro tema a la línea política del presidente Sánchez tiene lugar siguiendo un mecanismo original. El supuestamente expolítico Pablo Iglesias elabora desde el principio, ahora desde su Base, los argumentos contra el alineamiento de Sánchez con la OTAN, y luego los transfiere a su ministra particular, Ione Belarra, para golpear con mayor eficacia. En semejante dinámica, de medio Gobierno contra el Gobierno, interfiere Sánchez, verosímilmente con la ayuda de Yolanda Díaz, provocando parones. En definitiva, hay algo que ata a todos: el miedo a que un enfrentamiento excesivo provoque la caída del Ejecutivo. Pero el fondo es claro: para Ione Belarra/ Pablo Iglesias, y para Irene Montero, la política solidaria de Sánchez le identifica como «el partido de la guerra».
No estamos ante una reflexión basada en el pacifismo, sino en un 'remake' de las campañas por la paz orquestadas por la URSS desde los años 50. Todas las acciones occidentales, incluso de orientación pacífica, eran belicistas; las guerreras de la URSS encarnaban la paz y la emancipación humana. Así que hoy, en un ejercicio insólito de cinismo, el «no a la guerra» se convierte en luz verde para la invasión, rechazando cualquier solidaridad positiva con Ucrania.
De nada sirve que Putin se haya ido a la extrema derecha: es antiEE UU y anti-OTAN, eso basta, y por ello la responsabilidad recae sobre el militarismo de Biden y el expansionismo de la Alianza Atlántica. Y no olvidemos que para Iglesias, Ucrania es un régimen opresivo y corrupto. Rusia debe de ser otra cosa. La entrega de la Base, etiquetada con Putin, fue una obra maestra de cómo olvidarse de Putin y cargar contra sus adversarios. Y, claro es, contra el sempiterno enemigo del caudillo populista, los medios de comunicación ajenos a sus ideas, sembradores de «propaganda» y no como él de «objetividad». A Iglesias le encantaría acabar con esa cloaca, que algunos llaman libertad de expresión.
El verdadero problema es que la suerte de Ucrania está sellada y resulta, pues, fácil presumir de haber ejercido de Casandra. Lo mismo sucede con la entrega de armas a un país, según Iglesias, ya vencido. Al parecer debió ser condenable que la URSS y México ayudaran a la República española. Como en el viejo y famoso anuncio, la OTAN sirve para todo a la hora de condenar, y en esta ocasión para atacar al Gobierno Sánchez.
El problema de Podemos va más allá de la guerra. La invasión rusa ha servido para mostrar la distancia entre una izquierda antisistema, orientada a afirmarse y desestabilizar, bajo el liderazgo efectivo de Iglesias, y una izquierda orientada a la lucha a fondo contra la desigualdad, liderada por Yolanda Díaz, y tal vez también por Alberto Garzón frente al tradicionalista secretario general del PCE. Ante la tremenda crisis económica que asoma, el dilema adquiere una primera importancia.
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