El curso de la historia podría compararse con el de alguien que sale de casa sin destino preciso y toma una dirección cualquiera; en un momento se siente atraído por un escaparate o se aparta para evitar una aglomeración, cambia de acera para saludar a ... un conocido, etc. De este modo, el paseante va inopinadamente modificando su rumbo y acaba por encontrarse en una calle a la que no tenía intención de llegar o en un arrabal que nunca antes visitó.
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Conforme a esta analogía debida al escritor austriaco Robert Musil (autor de uno de los novelones del siglo XX, 'El hombre sin atributos'), los seres humanos en nuestra marcha por el tiempo damos a parar en situaciones del todo inesperadas resultado de direcciones y decisiones que habremos tomado a lo largo del recorrido por coyunturales razones. Exacta o no, se trata de una teoría de la historia más convincente que las 'grandes narrativas' sustentadas en ideas como sentido, progreso, emancipación, etc., y que nos invita a prescindir de finalismos y a echarle un poco de valentía a la vida sazonándola con cierto afán de aventura. A asumir que no podremos neutralizar del todo esa incertidumbre, pues no hay aventura sin la expectativa de lo imprevisto, pero en nuestras manos sí está, en cambio, evitar ser atropellados por un exceso de temeridad como tantas veces en el pasado (caso de la Guerra Mundial en tiempo de Musil).
En sus recientes 'Lecciones de un siglo de vida', el centenario Edgar Morin se reafirma como un «optipesimista»: teme que, tal como van las cosas, el devenir de los acontecimientos nos conduzca a la catástrofe, pero sin dejar de percatarse de que en la historia lo improbable en forma de acontecimiento feliz puede saltar donde y cuando menos se espera. «Y a eso apuesto −afirma−. Por eso hablo de esperanza. La esperanza no quiere decir que todo vaya a ir bien, sino que es posible. Si nosotros contribuimos, si actuamos, quizá tengamos la oportunidad de encontrar la buena vía. Eso es la esperanza».
En un mundo huérfano de teleologías que ya no cree en ningún 'fin en sí', hay algo que hace atractiva y a ratos fascinante nuestra breve estancia aquí y es el cultivo de la curiosidad ante lo que pueda venir, un poco como cuando nos perdemos por una ciudad desconocida dejándonos sorprender por las edificaciones y los ambientes que encontramos. Por esto, lúcidamente dice Musil que el verdadero 'humanista' no es quien ama al ser humano sino quien acepta apasionadamente la extraña tarea que la vida nos propone.
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