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La centralidad del concepto de Yihad en el ideario islámico es de sobra conocida. Más allá del significado exclusivamente bélico de la penosa 'guerra santa' que le asigna la Academia de la Lengua, Yihad representa ante todo el esfuerzo del creyente por entregarse enteramente a ... la divinidad. Su base es espiritual, pero su proyección alcanza todos los órdenes de la vida, y en especial la 'Yihad en la senda de Alá', la lucha por la espada para acrecer el dominio de Dios sobre la tierra. No es además una lucha altruista, ya que el poder de Alá se materializa en el que van a ejercer sus fieles tras la victoria. La fórmula fue experimentada con pleno éxito en el siglo VII y sigue siendo válida para Afganistán hoy en día.
También como en los orígenes, según hizo notar el gran Ibn Jaldún, esa fe en Alá fue el factor decisivo de cohesión para unificar a las tribus árabes, dirigiéndolas hacia la conquista. Es la misma función desempeñada en Afganistán, sobre un mundo fragmentado de poderes tribales y etnias que frágilmente resistía hasta la malhadada invasión soviética de 1989. Lo relataba un grupo de soldados españoles tras regresar de su misión en aquel país. Hacer soldados de los jóvenes afganos era misión imposible. Su situación de pobreza los llevaba a vender las armas que les eran entregadas, los miembros de una etnia se negaban a ser mandados por los de otra y tampoco asumían la disciplina militar enseñada por extranjeros. Carecían de conciencia nacional afgana; su xenofobia se dirigía hacia el exterior. Versión afgana de nuestro 'arrotz herri, otso herri', que ha hecho del país una tumba de invasores.
Si a esto, y a la corrupción imperante, sumamos el terror inspirado por la conducta talibán con los enemigos vencidos –degollaciones, mutilaciones–, tenemos ya los datos que explican por qué el Ejército se ha desmoronado como un castillo de naipes al ser atacado por una fuerza militar bien preparada y unida por el sello de la causa religiosa.
El mapa de la ofensiva talibán refleja ese sentido unificador. En los años 90, los dispersos señores de la guerra, y en particular Ahmad Shah Massud en el norte, pudieron obstaculizar la toma del poder de los talibanes, después de crear el clima que favoreció su ascenso. Ahora la ofensiva talibán llegó de todos los ángulos y se inició en el norte, con la vieja estrategia maoísta del campo insurrecto cercando a la ciudad hasta su rendición.
Todo ello en el marco de una hábil diplomacia –falsas negociaciones con el Gobierno en Doha– para propiciar la salida de Estados Unidos y de la OTAN, con extensión incluso a China: los talibanes no agitarán el tema uigur y China les garantiza reconocimiento internacional.
A la vista del desastre consumado, el abandono decidido por Biden, siguiendo a Trump, plantea algunas incógnitas. De entrada se equivocó rotundamente en las expectativas de resistencia gubernamental. Nada lo muestra mejor que las medidas de urgencia para evacuar a su multitudinaria representación en Kabul y la petición de que los talibanes la respeten. El efecto sobre el Gobierno y el ejército afganos ha sido demoledor. También para un sujeto social olvidado: la recuperación en estos últimos veinte años de un esbozo de sociedad civil en las ciudades, sobre todo en Kabul, por encima de la corrupción y las bombas. Son hombres, y sobre todo mujeres, condenados a someterse a la barbarie, cuando no a la muerte. Se lo contaba a la BBC el portavoz talibán durante el cerco de Mazar-i-Sharif, sharía en mano: «Han seguido la forma de vida occidental; hay que matarlos».
Una cosa es no poder ganar una guerra, otra dejar la puerta abierta para un desastre mayor, con Afganistán sustituyendo al Estado Islámico como previsible plataforma mundial del terrorismo y la inestabilidad regional. Desastre para una sociedad sometida a la arqueoutopía sanguinaria de los talibanes, en un Estado-Yihad, como el del Estado Islámico, que dice aplicar la sharía, y lo hace en la forma extrema de Ibn Taymiyya (siglo XIII).
Semejante opción lleva a ignorar los elementos de tolerancia religiosa en el Corán, la concepción coránica de la mujer como sujeto social subordinado pero activo, y por fin, el protagonismo brutal de los castigos como garantía del imperio indiscutido del orden socio-religioso. Vale la pena recuperar dos películas de hace casi veinte años sobre los talibanes: 'Osama', afgana, y 'Kandahar', iraní de la era Jatamí. Ante el futuro previsible, las voces de desesperación afganas hablan de retroceder veinte años, evocando el dominio talibán de 1996-2001. Esta vez la pesadilla será más duradera.
Los comentarios del mundo democrático se limitan a consignar cuanto ocurre desde el fatalismo. Sorprende en todo caso el silencio de nuestras feministas, sobre la suerte de las mujeres afganas y también de las mujeres uigures. Es lógico que pongan en primer lugar los problemas de nuestras sociedades, ante la cascada de agresiones y feminicidios, pero las afganas y las uigures también son mujeres.
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