Osama bin Laden explicó por qué habían sido elegidas las Torres Gemelas como blanco principal para los atentados del 11-S: encarnaban la prepotencia y el desafío de un mundo infiel enemigo de Alá. Con ellas se habrían desplomado los valores de la civilización occidental, ... apoyada sobre América. «Fueron destruidas las torres, expresión de un materialismo desmesurado, que predica la libertad, los derechos humanos y la igualdad». Son palabras que no deben ser olvidadas si queremos entender la encrucijada histórica que representa el 11-S. Suponían un reto más que a unas potencias o estados, al sistema de valores vigente en el mundo democrático desde la revolución francesa. El desafío sigue ahora más vigente que nunca desde la victoria talibán, dada la posibilidad de que el Afganistán islamista sustituya el Estado Islámico como plataforma de la exportación a Europa del terrorismo.

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Hablar es fácil: resulta preciso consolidar los valores del mundo democrático, analizando de forma realista ese reto planteado por el islamismo yihadista, que intentará apoyarse en la creciente presencia de minorías musulmanas en nuestras sociedades. De paso evitemos la islamofobia. Falta saber cómo.

En cuanto símbolo del poder de América, el World Trade Center había sido ya objeto en febrero de 1993 de un atentado con bomba a cargo del paquistaní Ramzi Yussef. En la tradición wahabí, la de Bin Laden, las torres constituían el símbolo visible de un intento humano de elevarse frente a Dios que resultaba preciso castigar. Los saudíes se entierran a ras de suelo. Entre los excesos wahabíes en ese sentido en el siglo XVIII se contó el ataque a la tumba de Mahoma desmochándola. El wahabismo inspira también a los talibanes, llevados en su imitación del profeta hasta a fijar la longitud exacta de los pantalones y de la barba.

Para Bin Laden, las Torres Gemelas eran el símbolo visible de un intento humano de elevarse frente a Dios que resultaba preciso castigar

El cóctel explosivo de Al-Qaeda se formó por la adición del rigorismo wahabí, encarnado por Bin Laden –siempre en busca, como su propia figura, de reproducir el patrón del profeta–, y la radicalización hacia el terrorismo de los Hermanos Musulmanes egipcios conforme se agudizaban su enfrentamiento con el régimen de Nasser y la confianza en una victoria sobre Israel. De aquí surgió la vocación terrorista contra Occidente y los gobernantes apóstatas. Una vez sofocada la euforia del atentado mortal contra Anuar al-Sadat en 1981, la atención dominante giró hacia atentar mortalmente contra «los cruzados». Bin Laden aportaba su capacidad de liderazgo, sus recursos económicos y la rotundidad de sus exigencias de expulsión de los infieles de Arabia, nada menos que legitimada por el califa Omar en el siglo VII (ahora aplicada a Palestina y alguna vez soñando con Al-Andalus).

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En 1998 la declaración por Bin Laden de yihad contra América, más la sucesión de atentados, anunciaban el 11-S. Lo único imprevisible fue la originalidad del procedimiento adoptado, combinando explosivos y teléfono móvil. El secuestro de aviones era ya una práctica habitual del yihadismo. ¿Por qué no fundirla con la práctica, asimismo habitual, del suicidio mortífero del muyaihidin convertido en shahid, mártir en la senda de Alá? Faltaba solo aprender algún rudimento de pilotaje.

Muy olvidados, los documentos de Mohamed Atta, líder de operaciones del 11-S, sus instrucciones y su testamento, muestran que la ejecución del crimen es vivida como un cumplimiento puntual y gozoso de los mandatos de Alá. Los rezos, las invocaciones, son puntualmente prescritos; también los deberes, como el uso de la degollación para acabar con resistentes en los aviones, la obligación de robarles, del botín. Son criminales puritanos, a diferencia del exhibicionismo gore en las ejecuciones televisadas del Estado Islámico, exceso que Al-Zawahiri reprocha pronto al iraquí Al-Zarqaui.

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Diferentes los métodos sobre el denominador común de las matanzas, lo son también las finalidades. El trasfondo de Al-Qaeda es universal, como el mensaje de Mahoma, pero su finalidad era concreta: expulsar a Israel de Palestina, atacar a Estados Unidos como líder del Occidente enfrentado supuestamente al islam. El ISIS no admite matices: conquista universal por el islam, destrucción general de sus enemigos. Todo envuelto en sangre.

Reinares analizaba aquí el sistema del terror del 11-S al 11-M, lo que representa la caída de Kabul y cómo encarar la amenaza. Hay una tercera dimensión, casi siempre olvidada. A la vista de lo sucedido en Francia, ¿cómo intervenir en nuestra enseñanza de niños y jóvenes musulmanes para que no se contaminen del yihadismo, cuyos éxitos cada día les recuerdan los medios y las prédicas? Al-Qaeda se reproduce; lo vemos.

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