En un artículo precedente califiqué de delirante el plan político expuesto por el presidente valenciano, Ximo Puig, en Barcelona. En su reciente réplica, Puig prueba que no se trataba de un exabrupto pronunciado a ciegas, merecedor de aquel calificativo, aunque ello tampoco significa que estuviera ... encabezado por una duda razonable. Nos encontramos ante una propuesta bien ensamblada de lo que el autor llama «reformar España». Otra cosa es que sirva para disipar las objeciones que suscitó el discurso de Barcelona.
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La primera es cómo se puede acometer una reforma de España, una reforma del ordenamiento constitucional, con fuerzas políticas empeñadas en la independencia a corto plazo. Quieren separarse de España y el 27 de septiembre dejaron el asunto bien claro. Cabe felicitarse por la adopción de formas civilizadas que usa el president Aragonés, a diferencia de Torra. Y si ERC admite entrar en un debate político sin poner por delante la pancarta independentista, espléndido.
Antes de ese deseable tránsito, caben relaciones políticas normalizadas, que tanta falta hacían, sin poner la carreta por delante de los bueyes. Tal cosa sería abrir la posibilidad de que ERC avance hacia la separación, cabalgando en esa dirección montado sobre artilugios tales como esa «commonwealth mediterránea» de Puig, con tarjetas de invitación para no ser aceptadas. (Murcia, Andalucía). 'Remake' de la aspiración a forjar los Países Catalanes. La articulación mediterránea de intereses, en tanto que eurorregión, es una excelente idea, siempre que no se constituya en bloque de presión político, nada menos que para cambiar la estructura del Estado. Y con un enemigo ya designado: Madrid. De afirmarse la fórmula con tales dobles sentidos, no valdría para reformar, sino solo para disgregar, y con notable eficacia.
La desconfianza es inevitable y necesaria, a la vista de la sucesión de mitos y tópicos sobre la cual se edifica la prevista, nada dubitativa, construcción política de la reforma de España. Aquí en su artículo, Puig se ha olvidado de su clave simbólica de la unión valenciano-catalana, proclamada en Barcelona: la asociación entre la excepcional comunión del buen sentido entre el 'trellat' valenciano y el 'seny' catalán, tan visible este en el curso de la historia desde la vieja FAI a los incendios urbanos del último bienio. Mejor olvidarlo, porque además huele a complejo de superioridad, frente a un monstruo llamado «España macrocefálica del centralismo ineficiente». ¡Mare de Deu! El discurso de Puig sustituye el ya agotado 'España nos roba' por un más discreto 'Madrid hace dumping', en la misma orientación descalificadora, coincidiendo aquí con la guerra de Sánchez contra Ayuso.
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Claro que si hay beneficios abusivos por parte de una comunidad, tendrán que ser corregidos, con independencia de que se reforme o no el Estado. Otro tanto sucede con Euskadi si queremos «la España equitativa de la financiación justa» de que habla Puig: el problema no reside en el Concierto, sino en el justo cálculo del cupo. La reforma de la financiación es una asignatura pendiente del Estado de las autonomías, pero hablar de que vivimos en un régimen centralizado y sofocante para esta o aquella comunidad, según demostró Borrell, es un puro ejercicio de demagogia, que gana votos, cierto, a un alto coste para la convivencia. Y la economía española, en estas cuatro décadas, ha funcionado.
Mito final: creemos una «España de Españas», otro artilugio, este con antecedentes menos nobles que su extraña 'commonwealth', ya que remite a las ideas reaccionarias de un carlista llamado Elías de Tejada. Además no creo que ni a Euskadi ni a Cataluña les guste, nos guste, verse metidas en el saco de unas «Españas». La plurinacionalidad de España, un continente simbólico y político secularmente establecido, es susceptible de acomodarse al marco de un sistema federal, cuyos cimientos ya se encuentran básicamente en el Estado de las autonomías. Sin una escalera para la secesión.
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Ximo Puig pertenece al PSOE, partido de definición federal, que muchos hemos votado, lo cual no puede ser sustituido sin más por una maniobra envolvente de «reforma» del Estado, apoyándose en el doble pivote del independentismo y de una oposición larvada pero taxativa al orden vigente. ¿Qué es si no la alusión al dilema de que «España implosione o se convierta en una cárcel emocional, demográfica y económica para muchos millones de habitantes«»? ¡Mare de Deu!, otra vez. La aparente moderación del político desemboca así en el tremendismo. O lo mío o el caos: ninguna duda. Otra alusión, a la España «cogobernada», sugiere la confederación, cuyas ventajas sobre el federalismo están por ver en la historia (de Estados Unidos a Yugoslavia).
Conclusión: la duda a resolver es si el PSOE desarrolla sus propias ideas, o las desecha como los principios de Groucho Marx, cuando un buen día le conviene por una maniobra política. Puigdemont, Rufián, Puig, Arrimadas tienen ideas propias. ¿Las tiene Pedro Sánchez?
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