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Los hechos conforman las biografías, la historia y los relatos. Un relato narra unos hechos acaecidos en un contexto social y personal. «Los hechos son ... más fuertes que las ideas», escribía el periodista M. Chaves Nogales, denostado por ambos bandos durante la Guerra Civil por su defensa de la libertad. Dato mata a relato. O debería hacerlo. Los hechos constituyen la verdad insobornable y deberían prevalecer, pero no siempre sucede esto, especialmente en temas históricos y políticos. ¿Por qué? Hay motivos que apuntan a la fisiología cerebral. El primero es que el cerebro no persigue la verdad (salvo que el asunto le afecte directamente). En su afán por lograr la máxima eficiencia, le basta con quedarse a gusto con una explicación aceptable. El cerebro interpreta lo que le cuentan utilizando redes neurales del hemisferio izquierdo. Este cerebro intérprete descarta la casualidad, pretende explicarlo todo y le vale cualquier argumento que sea creíble, aunque sea falso. Es la base del sesgo de confirmación (creemos lo que se alinea con nuestras ideas), gran aliado del sectarismo.
El segundo es que la memoria es frágil y falible. El recuerdo de un hecho se reconstruye cada vez que se evoca, de tal modo que algunos aspectos son ciertos, pero otros no. Todo recuerdo contiene errores y es una distorsión de la realidad, no necesariamente total ni voluntaria ni perversa, pero una distorsión. No se puede tener fe ciega en la memoria; no es fiable. Incluso pueden insertarse falsos recuerdos que cuesta eliminar. Los constructores de relatos aprovechan la fragilidad y selectividad de la memoria para reescribir y revisar la historia. Si la historia fuera objetiva y científica, el observador y lo observado no contaminarían el proceso de observación. Pero no es el caso. A. Tversky afirmó que lo que sabemos de historia son mentiras o medias verdades derivadas de informaciones parciales y sesgadas. Así es la memoria colectiva, un concepto más sociológico que neurobiológico que sustenta rumores, mitos y leyendas.
Por último, existen sesgos cognitivos y ruido ambiental que alteran el modo de pensar, decidir y actuar. Destaca el sesgo de autoridad, la influencia ejercida por personas, grupos o instituciones a los que se concede un valor positivo especial (credibilidad, honestidad). Alguien con autoridad podría avalar la veracidad de un relato histórico o político, pero con frecuencia acentúa la versión sesgada del relator y traiciona a la verdad. Por esta razón, entre otras, el relato histórico y político lo impone quien ostenta el poder, que cuenta con los resortes económicos, mediáticos y con expertos en convertir lo inverosímil en creíble y generar propaganda. Con triste ironía, Chaves Nogales puso en boca de su personaje, C. Tirón, que «lo importante no son los hechos sino el sentido de la historia, siempre interpretado por los que nos afanamos en hacerlo». Así es complicado que la verdad se imponga sobre la distorsión, la manipulación y los cambios de opinión (C. Alsina).
La verdad desnuda de un relato es el conjunto mínimo de palabras para que las generaciones futuras sepan lo que pasó y comprendan el mensaje porque el cerebro busca entender, no recordar todo. Por eso, un relato basado en hechos es preciso, escueto y sin fisuras; como un haiku, un diagnóstico médico (cuando ocupa más de una línea rezuma incertidumbre) o una buena idea científica que debería caber en veinte palabras (J. Wagensberg). Sin embargo, el relato incluye un contexto complejo, voluble y subjetivo que el relator interpreta atado a sus propias trampas cognitivas y donde caben el resentimiento, el odio y otras emociones.
Manipular los hechos a través del contexto erosiona la verdad, deforma la realidad y lleva a la posverdad: la víctima se torna verdugo y viceversa. Una frase de G. Orwell en '1984' resume su poder: «Quien controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente controla el pasado». Cuando valore un relato, pregúntese quién lo ha elaborado, júzguelo con espíritu crítico y verifíquelo (incluso esta columna).
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