Ante esta situación de pandemia y desde la sociedad civil, un grupo de profesionales de los servicios sanitarios y sociales interesados en la ética hemos ... trabajado para hacer visible el sufrimiento de los y las más vulnerables. Hablamos, entre otros, de las personas mayores que viven en residencias, de las que no tienen techo donde aislarse, de las que no comen sin la beca del comedor escolar, de los ciudadanos con discapacidad grave, de los que viven en una planta baja hacinados y sin ventanas, de quienes padecen una enfermedad mental, de quienes mueren solos, de los que malviven con su adicción o viven de la economía sumergida... Decía el catedrático de Bioética Diego Gracia en relación a las crisis que es tiempo para escuchar, dialogar y deliberar, para encontrar respuestas y soluciones prudentes; tiempo para acordar como sociedad qué valores debemos cuidar, proteger, desarrollar y crear. Tiempo de proponer lo que nos parece que es bueno. Y este ha sido nuestro objetivo: intentar articular respuestas ante esta crisis que contemplen la diversidad, que dibujen nítidamente el rostro de las personas invisibles, que den voz a los y las que no pueden gritar.
La armonía no ha presidido la relación entre ética y salud. Y las desavenencias parecen regir las relaciones entre epidemiología y humanidad. Asumiendo que la vida es el mayor bien, la supervivencia no es excusa para no mirar las consecuencias que las medidas excepcionales tienen en los colectivos más vulnerables: soledad, abandono, miedo, desamparo, falta de cariño, angustia... Lo urgente no es excusa para abandonar lo importante. ¿Se podían haber hecho diferencias? ¿Se podía tener en cuenta la diversidad sin cuestionar la imprescindible necesidad de controlar la epidemia? Creemos que sí. Se podía haber asumido, por ejemplo, que no es lo mismo ser un hombre de mediana de edad que vive en una casa confortable en la que teletrabaja, con apoyo social y patrimonio suficiente para que el confinamiento sea una 'incomodidad', que ser la cuidadora de un marido con demencia del que se ocupa todo el día y que no ha salido de su piso en semanas pese a la agitación, la tristeza, la apatía, episodios de agresividad y trastornos del sueño.
Como lo esencial era frenar los contagios, ha sido admitida una respuesta uniforme, aunque para ello y por el camino olvidáramos a los 'olvidables'; es decir, a las personas más vulnerables. Protocolizar para todos igual es discriminatorio e injusto porque olvida la equidad y los apoyos necesarios para que personas en diversas situaciones y con déficits distintos puedan acceder al bien común de la asistencia sanitaria: sea para curar, sea para aliviar u obtener los cuidados necesarios para un buen morir.
Se ha admitido una respuesta uniforme, aunque para ello y por el camino olvidáramos a los 'olvidables'
El aislamiento se debía haber establecido con más cautela y prudencia en centros residenciales para personas con demencia, enfermedad mental, limitaciones psíquicas o adicciones, entre otras. Cuanto menores son los recursos, mayor es la necesidad de acompañamiento y apoyo en la vida. Un modelo de confinamiento estricto en habitaciones aisladas para todas las personas, afectadas o no por el virus, sin contacto entre ellas, seguro en términos epidémicos, puede ser maleficente; mientras que un modelo algo más laxo, que permita la convivencia entre residentes y personal, desarrollado con cautela aunque estricto con los casos positivos, puede aportar bienestar y seguridad emocional a las personas a las que la fragilidad todavía les aísla más dentro del aislamiento. ¿Podíamos, respetando la seguridad, haber sido más flexibles o dedicado tiempo a pensar maneras para hacernos cargo de los otros, de las otras, y de su sufrimiento?
Junto a ello, los dolorosos procesos de final de vida han carecido de criterios claros a la hora de determinar quién se encuentra en ese trance, identificándose la situación terminal con la agonía. Esto ha dificultado las despedidas, la expresión de los afectos, la resolución de asuntos pendientes; todas ellas, acciones imprescindibles para un buen morir. Las restricciones por riesgo de contagio han entorpecido, y en algunos casos impedido, poder ver a la persona fallecida, despedirse de ella. La dificultad continúa con la organización de los ritos funerarios y la despedida social de la persona que ha muerto. Para que exista un buen proceso de duelo, sin sentimientos de culpa, es esencial hacer bien tanto el acompañamiento como la despedida. Se comprenden las limitaciones en esta situación por el riesgo para la salud pública, pero no debemos olvidar los derechos de las personas al final de la vida, recogidos en nuestro marco legislativo, que deben garantizarse. La manera de analizar, ver y funcionar de la 'mirada epidemiológica', que focaliza la atención en acabar con la epidemia –en la que todos coincidimos– a través de medidas extremas, ignora también otras necesidades de las personas con las que podía haberse vinculado, obteniendo los mismos resultados de manera más compasiva. Decía Emmanuel Lévinas que la condición humana se produce al asumir la responsabilidad por el otro ser humano. Una aseveración que vale también para los tiempos del coronavirus.
Una última cuestión. Este trabajo está dedicado a las personas voluntarias y profesionales 'esenciales' invisibles que se han hecho cargo, sencilla y responsablemente, de nosotras y nosotros. Que nos ayudan a comprender la importancia del cuidado en lo próximo, desde el supermercado a la escalera de vecinos.
Firman el artículo también Lourdes Zurbanobeaskoetxea, Concha Castells, Coro Rubio, Angel Bao, Porfirio Hernández, Celia Ramos, Txema Duque, Boni Cantero, Pablo Ruiz, Rafael Armesto, Brígida Argote, Ángela Fernández, Mirian Del Campo, Maria Angeles Larrinaga, Zorione Benedicto, Carlos Romera, Yolanda Pérez, Marian García y Álvaro Mosquera.
El documento completo de trabajo se puede consultar en: http://www.asociacionbioetica.com/blog
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