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Ayer recibí el mensaje de un amigo catalán, hombre de prestigio, palabra culta y buenas costumbres, donde censuraba el error de «los españoles» al pretender la resolución generosa del problema tras unas «penas absurdas». Eso equivalía, a su juicio, a tocarles els collons -traducción mía- ... a «los catalanes que ya los tenían bien preparados». Puestos a intercambiar lindezas, le respondí que me alegraba de la existencia de tales atributos, pero que el problema era otro. Más allá del tema siempre olvidado de una separación de poderes que el procés ha confirmado, entre el poder judicial y el Gobierno español, le recordé que por encima de ese derecho de autodeterminación universal, que Torra siempre evoca sin citar fuente, está el hecho de que todo cambia desde una óptica democrática entre las experiencias donde la mayoría independentista era rotunda -como ocurría en Eslovenia o Croacia-, y aquellas donde la opción por la independencia es aún minoritaria, caso de Cataluña.
Sin un diferencial importante y consolidado entre las dos opciones, el referéndum actúa como una ruleta rusa, desestabilizadora cualquiera que sea el vencedor: ejemplos, el Brexit e incluso Quebec, donde a punto de ganar, los francófonos vieron descender su voto a menos del 30% a las siguientes elecciones, y así siguen.
Conocedores de esa circunstancia, los independentistas conversos en Cataluña, promotores de la iniciativa desde 2012, decidieron sustituir el procedimiento democrático por una identificación forzada de su apuesta por la independencia como expresión de toda Cataluña, apoyándose en el control de los medios de comunicación oficiales por la Generalitat. Ante la sorpresa y la impreparación total del Gobierno Rajoy, se puso en marcha una dinámica que bajo la bandera de «la democracia», tendió precisamente a evitar un amplio debate democrático en el espacio público sobre una cuestión de tal entidad. De ser democracia, era democracia declarativa, a lo Carl Schmitt, buscando imponer la decisión previamente adoptada.
Arrancó así una dinámica compleja de avance hacia la independencia, bajo la dirección del Gobierno autónomo, conjugando un patrón de erosión del orden constitucional vigente con movimientos encadenados hacia la «desconexión». Siempre engarzados de modo preciso en el plano jurídico -que fue atribuido vox populi a Carles Viver, exjuez del Constitucional- los retos apoyados en vacíos legales y las cláusulas de cautela en fraudes de ley para evitar sanciones, según fue visible el 27 de octubre. La Diada 2012 sirvió de modelo para la dinámica de base, consistente en una escalada de movilizaciones, atendiendo a los criterios trazados por Gene Sharp en 'De la dictadura a la democracia' -que ya apuntamos para la revuelta egipcia de 2011- de revolución no violenta. Debía servir también para forjar la imagen de David contra Goliath, de cara a Europa, mientras sobre la población no independentista era ejercida una constante presión homogeneizadora. En suma, una obra maestra de subversión institucional.
Antes de la declaración de independencia del 27-O deliberadamente cautelosa, el momento decisivo fue la fraudulenta adopción por el Parlament, aplastando la legalidad constitucional y la oposición con la ley de «transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana», el 8 de septiembre. Siguieron el 20-S y la confusa declaración citada. ¿Solo un acto de persuasión, sin propósito de secesión real, como sugiere la sentencia del Supremo? Tal vez la mejor muestra de la doble táctica adjudicada a Viver: el paso normativo capital, pero sin materializarse de inmediato habida cuenta de la inminente aplicación del 155.
La presunción de grave delito era inevitable y de ahí el procés, ante el cual los jueces tropezaban con un importante obstáculo normativo: los objetivos de la declaración del 2-O eran inequívocos y encajaban en el artículo 472 del Código Penal (alzamiento público para abolir o modificar la Constitución, declaración de independencia de un territorio). Pero ahí estaba la introducción de la cláusula restrictiva -«violentamente »- que de hecho invalidaba la aplicación, pues los brotes violentos, reconocidos por el Supremo, no bastaban para sustentar una sentencia que irremediablemente hubiera sido tumbada en Estrasburgo. El grado inferior, la sedición, sin introducir la maldita violencia, según el artículo 544, designaba un alzamiento público para impedir la aplicación de las leyes vigentes, próximo a la realidad. Las penas pasaban a situarse en una escala de menor dureza, lo cual permitía dentro de la ley favorecer una salida del enorme trauma que la sentencia iba a representar. El Supremo eligió la única vía disponible.
Entre tanto, las recetas de Gene Sharp fueron aplicadas puntualmente, pero con el vehemente apoyo del Govern a una transformación larvada de la protesta social en organización de la violencia. Aquí Sharp se convertía en máscara, como pudo verse ya ante las detenciones por la preparación de actos terroristas.
Los cauces para el Gobierno son estrechos, dada la suma de presiones, desde independendistas del Govern y de los CDR, a la exigencia por PP, Vox y Ciudadanos de dureza a toda costa. Los políticos condenados deberán optar entre su posición inicial, de víctimas de una venganza, y su apelación al diálogo. Un criterio muy discutible, pero pragmático, consistiría a medio plazo en aprovechar las posibilidades de su declarada adecuación a los cauces de la actual legalidad para conseguir sus fines, y a partir de ahí utilizar los indultos, mientras a corto plazo el tercer grado acaba con el victimismo y propicia la reintegración a la vida pública. Siempre de normalizarse la situación. Porque hoy el problema es el estado de rebeldía impuesto por el independentismo en Cataluña, con la protesta pacífica convertida ya en guerrilla urbana. Aquí está la llave del futuro.
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