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Escribió Miguel Delibes, en una nota que abre la novela que da pie a esta función: «Soy un escritor que escribe tanto con la vista como con el oído (...) Estimo que éste es el dato que mejor define a mis personajes, ya que la manera ... de hablar dice más del ser humano que su rostro».
En 'La guerra de nuestros antepasados' la historia que relata Pacífico Pérez contiene un festival de términos del habla rural que no sólo construyen buena parte de lo que es este hombre, sino que crean un entorno mágico desde la palabra y su capacidad para trasladarnos a lo más íntimo del personaje. Un personaje que se mueve con los pies enterrados en la tierra, atrapado por un árbol genealógico abonado en el dolor, de frutos amargos que a Pacífico le hielan la sangre, pero a los que él aporta una bondad ya vencida por el destino trágico.
Parte de esa riqueza del texto original y también de la versión teatral que Delibes y Ramón García Domínguez escribieron («puso de relieve el encanto del lenguaje rural») se pierde en esta versión de Eduardo Galán que, sin embargo, ofrece un buen retrato del original. Una pena, pero es cierto que en hora y media es necesario ir a lo medular.
El encuentro entre el preso Pacífico y el psiquiatra Burgueño (pésimamente sonorizado en esa lacra de los micrófonos a los que muchos actores se acogen con poca disculpa), mantiene en lo esencial la fuerza de la novela y el retrato de un buen hombre que huye de hacer daño al prójimo por encima de su propia desgracia. Carmelo Gómez se lo carga a la espalda con dignidad y Miguel Hermoso distribuye los tiempos en un montaje sobre un ser humano que sintió algunas veces que tenía una bombilla en vez de corazón.
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