Corremos los viejos el peligro de pertenecer a una secta? Las apariencias así lo confirman, aunque eso, ¿qué importa? Al fin y al cabo, el ... destino del hombre es la secta. La progresión es conocida: familia, reuniones, cuadrillas, conjuntos, gremios, cofradías, colectividades, agrupaciones, asociaciaciones, clubs, sectas...
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Hasta los suicidas formaron su club, como nos lo contaba Stevenson. Y los de los negocios raros también, como escribÍa Chesterton. Y, en cuanto a los más o menos seniles de ahora mismo: Inserso, asociaciones de jubilados, y ahora, cuando esto escribo, lo definitivo, el Día Internacional de la Ancianidad.
De «gaya ciencia» tildó Bobbio en su 'De senectute' a la geriatría, de la que, reconociendo «la nobleza de su fin», escribía que no obstante no hay que olvidar que sirve más para enmascarar achaques y para darle al anciano cierta moral de victoria considerando que otros mucho más jóvenes murieron antes. De todas formas, y considerando lo que ocurre, quizás haya aún una invitación para hablar de la secta de los senescentes a la manera como Sábato y Saramago escribieron sobre la de los ciegos. En todo caso , manifestaba que, al llegar a cierta edad, lo casi inevitable era hablar de supervivencia, que «el viejo vive de recuerdos y para los recuerdos», que uno se imagina como si fuera postura extrema como si se intentara un retorno a lo ya vivido para revivir, un no querer llegar al final del túnel, un resistirse contra corriente a la imantada dimensión del morir, un ilusionarse con las notaciones emocionales de algo que, aun sabiendo que está muerto, observamos que tiene no obstante como un amago de sutil movimiento en el espejo del pasado que puede dar ligera sensación de vida.
No estamos todavía en el «cerraron los ojos» de Bécquer pero sí, sin duda, en aquella escenografía de un cuento de Ivan Bunin, en el que el protagonista se compra un ataúd, lo coloca en su propio dormitorio y duerme en él cada noche. En en el mismo párrafo, derrama Bobbio unas gotas de consolación sobre trance tan acerbo de espera sin esperanza: «Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir».
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Es, sin duda, la fuerza de la quimera del vivir que nos depara la memoria, ésa que nos recorre venas y arterias cuando retiramos, por ejemplo, un libro cualquiera de nuestra biblioteca y abrimos sus páginas y todo un aroma del pasado nos envuelve, que es como el incienso de iglesias y catedrales, como el fugaz perfume de esa mujer que a nuestro lado pasó, el efluvio de lugares y cosas, una reconquista de paraísos perdidos, de momentos que se vivieron mientras esas páginas se leían y quedaron presas, para siempre, en nuestros personales encantamientos. Así también, poetizando sobre sus recuerdos de Liguria, escribe Montale que se «regresa a las primaveras que no florecerán ya». ¿Será esa ansia, ese afán de imposible retorno, el que sombrea en nuestras quimeras?
Y, si del terreno de la memoria pasamos al de la imagen, habría que pensar qué nos deteriora más: si nuestros pasos crapulosos o los años. Seguro que hay mucha gente que cree que se puede ser viejo de varias maneras, y mientras se crea eso, es posible que así sea aunque cueste creerlo. Porque lo cierto es que, la vida del hombre pocas veces llega a superar el nivel del voluntarismo. Y, por mucha buena voluntad que se ponga, la realidad es bastante cruel. A fin de cuentas, una sola manera presenta la senescencia y ésta consiste en 'ser viejo'. Todo lo demás son accesorios. Es decir, cosas y actitudes como la cachaba, el andar escorado si se anda, el sentarse frecuentemente en algún banco público, el mirar con angustia o tratar de recordar dónde puede hallarse el primer mingitorio, o el llevar a cuestas, como un lastre, nuestro humor atrabiliario, tantas veces chirriante. Naturalmente, este primer retrato de la vejez es el más amable y el más depurado en perfiles que pueda hacerse. Y, si tomamos el lápiz de la caricatura podemos presentar una imagen que supere en horror a aquel que con tanto celo guardaba Dorian Grey en su desván, según la inteligente imaginación de Oscar Wilde.
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Los años, es verdad, son unos insuperables tallistas del horror y sus obras maestras se exponen en asilos y senectorios varios.
A los 87, según propia confesión, estaba escribiendo Norberto Bobbio, esa su obra 'De senectute'. Quería borrar, sin duda, esa apropiación indebida que pudiera parecer el que Cicerón escribiera el suyo a sus 62, y Paolo Mantegazza su 'Elogio de la vejez' a sus 64, que no son edades como para tomarlos en consideración, ni mucho menos. 'El mundo visto a los ochenta años' titula su obra Ramón y Cajal. Sus enfoques son distintos pero sus opiniones se complementan.
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