Creo recordar que era el último coetáneo amigo que aún me quedaba. La muerte de José Antonio Sistiaga nos hace creer hasta a los que ... hace tanto tiempo que no creemos en nada, que sí, que acaso ronde por ahí ese notario incólume que nos va apuntándonos en su libreta. De todas formas, ¡hasta muy pronto, José Antonio! Seguro que me recordarás y te acordarás también de Remigio a tu paso por las alturas de Rovaniemi.
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Acaso por nada más que porque me parece que resulta ser un buen momento para acordarme, escribo también de aquella muchacha a la que, en un somonte de Ulía -cara al mar por supuesto, la nervadura de las plantas de los helechos doblegándose por el calor veraniego, las aguas de la mar quién sabe si ni siquiera si explosivas o implosivas, ciñéndoseme toda la mañana en arboladura de miles de reflejos marinos-, fui leyéndola, verso a verso, los impresos en las páginas de mi 'Humano Animal' (1966). ¡Un saludo estés donde estés, querida Annie!, que, ella, mi guapa y aguerrrida Annie, era la Francia cordial, posiblemente la más importante para un enamorado sentimental, pero la contemporaneidad tiene la costumbre de ejercer sus derechos y sobra decir qué lugar de alto rumbo mantenía el país del otro lado del río Bidasoa en la aceña cultural, que no es que ahora no la mantenga, pero, en lo personal al menos, hay otras muchas cosas que contar, y la más importante acaso, esa maravilla que se mantiene como la mejor carrera ciclista del mundo.
Me pregunto cada vez que voy pisando calle, justo es confesarlo, que pensar en azares del ciclismo y de sus grandes timbales de gloria nadie puede ni susurrar que haya alguno que supere a los que estos breves tres días correrán sobre nuestras carreteras, la emoción y la locura de los aficionados desbordadas, y, por esos tres días al menos algunos puede que hayan sentido algo como rota la interior tranquilidad, como la del que salió una mañana de casa y todo era luminoso y resplandecía: perfume que gritaba olores silenciosos, amasijo de energías internas, y, al poco, en una esquina del recorrido, aparecían como ninjas saltarines, arma medio oculta con habilidad de trilero, se les desaceleraba la andadura y se quedaba entre la angustia de la nuez en la garganta, entre banco y banco del parque ya sin esperanza y ya no poder sentarse, sin fuelle, sin corazón más que para doler aun latiendo que me acuerdo de aquel pequeño Unik con el que surcaba la nueva carretera, que con eso cuenta también ese deporte llamado ciclismo, con nombres tan famosos y tan raros como el del llamado John Kerry, secretario de Estado estadounidense, (redundancia inevitable, perdónese), contumaz ciclista tan a la manera del excepcionalísimo (en victorias y trampas) Lance Amstrong, que para igualarse a él, se supone, le ha imitado hasta en cáncer de próstata. Ni siquiera a manera de recordatorio de aquel otro, campeón de campeones, inimitable e insuperable 'canibal', un tal Eddy, voracidad 'nunquamsuperata' ni por cocodrilos del Serengueti en sus anuales banquetes de ñúes, los escalofríos de la carne desgarrada como el trizar de los músculos de las piernas que pedalean automáticas, el anhelar del salvamento en la siempre difusa orilla del río como el descanso de la lengua abotonada difícilmente masticable; raspados de garganta seca ya sin siquiera resuello en el hollar de la cima.
Los cuidados que en las calles ciudadanas han de observarse respecto a los ciclistas. La angustia de todos los días al llegar a la esquina de la calle por donde transita ese monstruo de rojizo color que dieron en llamar bidegorri, pista de velocípedos que se siente que me han cavado sensorialmente y colocado -mente tenebrosa y corazón alarmado- el presagio de que, una de esas veces de todos los días, ocurrirá la catástrofe: ese veloz animal metálico sobre cuyo sillín su pedaleador se siente más poderoso que un centauro de los montes de Tesalia que no se da cuenta, acaso, de que ciertos modos y maneras pueden admitirse en terrenos de montaña pero no tanto en los de los ciudadanos.
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Pero al mismo tiempo que de John Kerry, de Amstrong, de Mercks, de Serengueti, de cocodrilos, de ñúes, de veletas y centauros, de vértebras cervicales y de extravíos mentales, y dado que las costumbres viarias ciclistas de esos (estos) días no son, como tantas otras veces, ni ideaciones propias ni inventos sino copias cuyo modelo ha de buscarse en una Europa en la que cada país ya tiene su propia 'Vuelta'.
¡El ciclismo! Carácter típico de los arios, según las clasificaciones un poco cómicas de Otto Ammon y de Vacher de Lapouge. El ario, la bicicleta; el semita, el camello. Chicas rubias, guapas, con el pelo suelto, marchan en su aparato con brío y estiran, sonriendo, con la mano, la falda corta para que no se les vean sus bragas con puntillas.
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