![Santos y difuntos](https://s3.ppllstatics.com/diariovasco/www/multimedia/202111/02/media/cortadas/68838532--1248x884.jpg)
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Ahora que es fecha que el calendario usual del Año Cristiano nos coloca en el andén de su Conmemoración, qué menos que antes de hollar ... con nuestra pisada hierbas nacidas al tempero de panteones y cruces votivas –es decir, de promesas engarzadas en los rezos y, por qué no, en las flores que las manos portan y que también desbordan su afección y aflicción como venero natural de belleza aromada– nos acerquemos con la lección aprendida.
Es decir, una lectura, no importa que aunque breve lo sea del libro casi canon del cristianismo y catolicismo, en donde, una vez más podremos encontrarnos con varias realidades de las que vamos saturados en nuestra memoria. Es decir, sacar de especie de armero delicuescente aquella frase de «somos polvo y ceniza» del pagano Horacio adoptado para sí y los suyos por el propio cardenal Portocarrero por llegar a pensar para su lápida como mejor epitafio su 'Hic iacet, pulvis, cinis et nihil', que para otras complacencias corporales, ahí están las pastelerías saturadas de buñuelos y huesos de santos –como la tradición y las costumbres mandan y cumplan mente y estómago en efusivas celebraciones conjuntas– y paso a paso, año tras año camino de Polloe.
Que ya no es solamente un lugar, que los tiempos lo han vestido de clámides rotundas y ya puede calificarse de sinécdoque y, según para quién, ya todos los cementerios nos son Polloe y es lugar a donde se llega, preferentemente, a pie rencoroso de cuestas largas, las alturas dominando el grandioso panorama, los helores y sudores de la vida toda jugando a amanuenses y contables para dar con ese número que nos es también guarismo de la felicidad con la que se soñaba y que siempre cuenta con un recodo muy especial y que nos provoca al sentimiento de la envidia y que, si de golpe y porrazo se nos obligara a deletrear de improviso el escenario ideal para descansar de nuestras congojas vitales, bien pudiera ser aquel pobre y solitario que, para la tumba de su héroe, un tal Zalacaín, inventó don Pío, es decir, el lugar de enterramientos del pueblo de Zaro al que ya sabemos a dónde y cómo nos conducirá nuestro GPS particular. Y donde se cimbrean en ofrenda floral –'Tota in toto'– las de las tres ancianas que mantuvieron y mantienen viva la flor de su amor, rosa negra la de la señora Linda, rosa roja la de la señorita de Briones y una rosa blanca la de Catalina.
Tres mujeres que amaron a su héroe y a su estela en su debido tiempo y fieles a ese sentimiento de ese un cierto momento supieron también que los amores de verdad nunca mueren, encuentran su nido particular como la oropéndola amarilla o el ruiseñor de nuestros sotobosques, el trino en ejercicio tan continuado que es como música inherente a lugares tan evocadores.
Y, en cuanto a la santidad, la memoria lectora me lleva a recordar trozos insignes que, sobre 'La muerte de Virgilio' (que es hora la de la muerte que permite vivir la vida toda en el angustioso y breve momento de la agonía) escribió Herman Broch, y que ni soy capaz de hacer un epítome de esta obra ni aseguraría que ello fuera factible, y sí, en cambio, citar aquello de que «el paisaje de la niñez, paisaje de la vida, paisaje de la muerte, son uno solo en su inmutable simultaneidad, presintiendo más arriba el paisaje de los dioses». Que no sé por qué sendas me conduce mi pensamiento al mundo virgiliano como tapiz envolvente de todo un mundo paradisíaco, dentro de los cánones de la beatitud que son los de la felicidad y arrullado por palabras que sin entenderlas siquiera, son capaces de rodearnos de un entresijo de tonos, cadencias, matices que nos aporten la idealidad de ese mundo quizás no tan vivido aunque presentido, que en el oscuro corazón del presentimiento cabe todo, en igual manera acaso el temor como la esperanza.
'Civis romanus sum' lo proclamaba orgullosamente de sí mismo, el Pablo de las epístolas que sirvieron para dotar de base sólida a la Iglesia de Cristo, y uno se imagina a este ciudadano romano como a tantos otros, como en un amplio jardín de lenguas si se quiere exhibiendo su señorío, su elegancia y su capacidad discursiva en su larga tradición de cartas y más cartas para mejor asenderear los caminos del Señor. Que uno mira a espejos del pasado y se encuentra con que, otra vez y siempre, los viejos esquemas y las viejas costumbres están ahí a la vera de los ritos de las religiones y de las costumbres que nos permanecen, y para los que ya estamos tocando los brocales de los pozos de la ancianidad solamente nos queda el don de la evocación, la imagen de aquellos viejos tiempos que ahora, aún, su saeta hace diana en nuestra memoria y no se sabe qué obscuro germen, semilla, brote, de ambición o de ansia, qué oscuro cariz y matiz de competencias tan nuestras me hace pensar que, ahora que ya no creo que me pueda encontrar con ninguna estantigua, viejas memorias que no me hubiesen dejado irme en paz y el morir menos me importa ya que solo es que se va haciendo realidad ese viejo deseo con que a los difuntos saludamos en su último viaje con un descansad en paz, mientras sentimos que ya hemos dado el primer paso en ese su nada privado terreno.
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