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La polémica suscitada tras la invocación de la Ley de secretos oficiales por parte de la exministra Arantxa González Laya para evitar toda aportación de ... datos que permitieran esclarecer cómo y por quién se gestionó la llegada del líder del Frente Polisario Brahim Ghali ha vuelto a poner tal cuestión de actualidad, junto a la publicación de los secretos que, vinculados a la guerra sucia contra ETA, guardaba el exgeneral Manglano.
El siempre delicado ámbito de adscripción de ciertas informaciones y de pruebas documentales al terreno de los 'secretos de Estado' debe tener presente el contexto actual; en particular, y estando ya muy próximo en el tiempo el décimo aniversario de su comunicado final, cabe proponer que la ansiada desaparición de ETA suponga un factor añadido que impulse la modificación de la regulación de los secretos oficiales, porque ya no hay factores vinculados a la seguridad del Estado que justifiquen mantener la opacidad oficial blindada bajo la recurrente invocación de los secretos de Estado. Suele decirse que todos los Estados tienen secretos. Pero ningún país serio, civilizado y moderno permite que lo sean para siempre, como sí ocurre en España, gracias a una ley franquista que la democracia no ha modificado. Desde un punto de vista jurídico y de valores democráticos perdurar más días con esta situación es inadmisible y queda alejada de las buenas prácticas democráticas.
La reforma de la Ley de Secretos Oficiales es una de las asignaturas pendientes de la democracia española. La norma vigente proviene de 1968, en pleno franquismo, y tan solo ha sido modificada una vez y con leves retoques en octubre de 1978, antes de aprobarse la Constitución. Esta legislación de secretos oficiales de 1968 alude a la clasificación de los documentos pero no dice nada de la desclasificación ni de cómo se efectúa; no menciona los plazos de vigencia de los secretos y tampoco su desclasificación automática; da a los ministros libertad (o discrecionalidad) para elevar al Consejo de Ministros lo que creen en su opinión que es secreto e incluye entre las autoridades que pueden clasificar a la Junta de Jefes de Estado Mayor, la Jujem, que ya no existe.
El Decreto que desarrolla la ley, del año 1969, regula cuestiones tan anacrónicas como reveladoras: así, menciona como medios para garantizar tales secretos el cambio de combinación de las cerraduras de las cajas fuertes o la destrucción de las materias secretas «por medio del fuego o procedimientos químicos».
Con todo, el mayor anacronismo de la ley radica en que no contempla un plazo de caducidad de forma que, salvo que el órgano que los clasificó los desclasifique expresamente, los documentos pasan a ser eternamente secretos, sin plazo alguno. Desde el inicio de la democracia, las minorías parlamentarias han presionado sin éxito para transformar el férreo marco legal de los secretos de Estado, que omite en su articulado la desclasificación automática de los papeles a partir de unos plazos determinados de tiempo (normalmente, 25 años prorrogables otros 10, unos periodos generalizados en la mayoría de los países desarrollados). Tampoco los diputados lo tienen fácil para saber lo que hay. Cualquier petición para ver material clasificado tiene que estar promovida por, al menos, la cuarta parte de los miembros del Congreso. Es decir, un mínimo de 88 diputados. Lo que supone que los dos grandes partidos (PSOE y PP) tienen que formar parte de la ecuación.
El hecho de que el PP y el PSOE hayan bloqueado uno tras otro los diversos intentos de reforma de la Ley de Secretos Oficiales ha hecho crecer la sospecha de que ambos partidos intentan en realidad tapar sucesos de la Transición que serían susceptibles de ser ya desclasificados, como la intentona golpista del 23-F; pero es que además debe tenerse en cuenta que el actual 'candado' legal afecta también a las acciones del régimen franquista, lo que plantea una situación sin parangón en el mundo: que un régimen democrático proteja y ampare los secretos de una dictadura, es decir, la impunidad.
Todo parece indicar que la idea del Gobierno central es que no haya un límite general de tiempo para hacer públicos automáticamente los documentos sino que habrá plazos diferentes sujetos a cautelas según el grado de protección y el nivel de secreto.
En realidad, todo este proceso genera un punto de escepticismo porque ya antes incluso de iniciar la redacción de la ley se han comenzado a formular alegaciones en el sentido de que hay que atender a la legislación sobre protección de datos personales y al derecho al honor, o a la seguridad de las fuentes informativas de los servicios de inteligencia o la necesidad de preservar las relaciones diplomáticas y cumplir los compromisos internacionales para frenar las expectativas sociales y políticas que este proceso normativo podría generar.
Lo único que está claro hasta el momento es que la decisión de elaborar un proyecto de ley de secretos oficiales supone que el Gobierno descarta totalmente el texto, muy bien trabajado, que fue presentado por el grupo vasco en el Congreso. Cabe recordar que, desde su admisión a trámite en enero de 2020, esa muy buena proposición de ley ha permanecido encallada en la Mesa del Congreso, que ha prorrogado el plazo de presentación de enmiendas veinticuatro veces: pura esencia de filibusterismo parlamentario tan poco edificante como revelador de los intereses en presencia.
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