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Los acontecimientos de Barcelona han despertado la memoria histórica sobre la ciudad, con el goteo de sucesivas insurrecciones desde la década de 1830 hasta la sublevación anarquista de 1937, 'els fets de maig', en plena Guerra Civil. Engels lo anotó en 1873 y la calificación ... otorgada por esa intensa actividad rebelde fue el de la rosa de fuego, título de un estudio de Joaquín Romero Maura, publicado en 1975, que culminaba en la Semana Trágica de 1909. En relación con estos antecedentes, la Semana de Fuego de octubre tiene tras de si una fractura histórica: el desajuste entre el peso económico y cultural de la moderna Barcelona, de un lado, y de otro su inserción en un Estado que hasta la segunda mitad del siglo XX se caracteriza por el atraso y formas de poder derivadas del mismo (oligarquía y caciquismo, militarismo, centralización).
A ese desfase se sumaba un legado simbólico, procedente del Antiguo Régimen, de cuya vigencia dio testimonio Pierre Vilar tras su visita a Barcelona en 1927: la fecha de 1714 seguía viva en la mente de destacados intelectuales catalanes. Emblema del divorcio entre Cataluña y España. Convertida en mito, cobró forma de memoria histórica, aparentemente absorbida durante la transición democrática, resultó sostenida y ampliada por un sistema educativo nacionalista, para reaparecer en la última década como elemento unificador frente a la doble crisis, económica y del fallido Estatut. En el marco del proceso por la independencia se convertía en factor legitimante de un eventual recurso a la violencia.
Tal constatación no significa que los incendiarios fueran la expresión espontánea del mito. Solo que resultaba fácil servirse de esa imagen del pasado dentro de la bien pensada estrategia del procés, cuyos autores eran conscientes de la desigualdad de medios con el Estado a la hora de avanzar hacia la independencia. Tampoco es que, según sugiere la sentencia del Supremo, el grupo dirigente secesionista crease una ilusión o un sueño de cara al pueblo mediante la declaración de una independencia ficticia, sino que a la vista del inminente 155, siendo inviable materializar ya su objetivo, se trataba de sentar las bases del futuro con el mínimo coste posible.
Con el antecedente del 1-O, la frustración experimentada por los patriotas el día 27, alentada por la rebeldía del huido Puigdemont y de su vicario Torra, se convertía en un capital de odio susceptible de ser utilizado al llegar el momento. Este era obvio, dada la previsión de una sentencia condenatoria para los dirigentes del 27-O. Su anunció sería el detonador, desencadenante automático de la explosión. Solo faltaba esperar y preparar. Todo quedó claro, aunque luego los comentaristas se olvidaran del episodio, cuando un comando de los CDR fue detenido con material para preparar atentados terroristas. Nada de condenarles desde la Generalitat. El culpable era el Estado, con su represión. Esta falaz inversión de responsabilidades por Torra y el independentismo sigue hoy vigente.
De acuerdo con lo anterior, la ficción independentista consiste en que lo sucedido es resultado de dos dinámicas dispares. De un lado, la grandiosa movilización democrática del pueblo catalán, siempre cívica y pacífica, como le corresponde. De otro, la minoría de incontrolados, quien sabe de donde vendrán, que se insertan entre los airados jóvenes catalanes y desatan la nunca así llamada guerrilla urbana. Y que nadie mencione a los CDR. El nivel trágico que alcanza la asonada no preocupa a la Generalitat, o por lo menos a su presidente, con una distribución de papeles entre él, enrocado en el rechazo a la condena de quienes lanzaron y protagonizaron la violencia urbana , y su consejero del Interior, que respalda a esos mismos mossos a quienes Torra va a expedientar por cumplir con su deber (y llegado a este punto Buch calla). No faltaron apoyos externos, como el de Podemos, un partido de tres pisos y tres discursos, con Asens culpando a la policía como gasolina incendiaria, mientras Colau se lamenta y Pablo va de hombre bueno.
Resultó perfecta la distribución de papeles en la combinatoria prevista de masas pacíficas y grandes grupos de asalto tras el estupendo golpe de efecto inicial del aeropuerto. La guerrilla urbana se encargó del ataque a fondo contra mossos y policías, mirando a Europa: Cataluña insurgente. Las grandes manifestaciones del viernes, civismo puro, como si las batallas nocturnas fueran algo ajeno al plan de conjunto. Para dorar la píldora, cordones de jóvenes independentitas se exhiben como protección o desfilan con móviles encendidos.
Ante la táctica de Torra, negándose a condenar la acción de aquellos a quienes impulsara a la lucha, Pedro Sánchez exigió tal condena como paso previo para dialogar. No hay democracia sin diálogo, claman entonces a unísono Torra y Pablo Iglesias primero, y luego un amplio coro. Olvidan que hay menos democracia con las calles en llamas, en una revuelta de composición plural, pero de protagonismo definido: los CDR, brazo armado del independentismo. Nadie se detiene en el enlace establecido por Sánchez entre diálogo y condena. Para el Foment del Treball ya vendrá el tiempo de establecer responsabilidades. Ahora, insiste el frente patronal, es tiempo de diálogo. Como antes en Euskadi respecto de ETA, surge la asociación cívica que propone la amnesia reparadora. Simplemente parlem.
Lo puso de relieve Javier Zarzalejos: a mayores incendios, más llamadas al diálogo, más legitimación de la violencia. Con ello el diálogo desde la Constitución de Sánchez queda cortocircuitado. Lo expresa Junqueras: métanse el indulto donde les quepa. Es una ceguera voluntaria ante las estrategias fundadas sobre la violencia, ya conocida en la Europa de entreguerras y con resultados también conocidos. La Semana de Fuego alcanzó sus objetivos.
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