El 90% de lo que consumimos es basura»: la llamada ley de Sturgeon la enunció en 1958 un reputado novelista de tal apellido en respuesta a aquellos críticos literarios que juzgaban la ciencia ficción como un género deleznable del que apenas se salva un puñadito ... de obras. «Es cierto –respondió−, pero lo mismo sucede en casi todo lo demás. También el 90% del cine, de la literatura y de los productos de consumo no valen una mierda».

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Aceptemos que se trata de una exageración o de una simpleza; incluso que, por recursividad, el 90% de la ley de Sturgeon no valga nada. Pero mismamente el otro 10% merece una pensada en cuanto nos interroga sobre la calidad de nuestras vidas. Con naturalidad admitimos que buena parte de la televisión, el cine y las páginas sobre las que a diario navegamos no pasan de chorradas, pero nos entretienen; que mucha de la música que se escucha, del arte que se expone y el papel que se imprime es insignificante, pero tragamos; que comemos insanamente, pero nos saciamos; en fin, por automatismo social o por cubrir frustraciones invertimos en placeres de obsolescencia inmediata.

Si reconocemos que mucho de lo que consumimos es bagatela y si nos decimos que va siendo hora de elevar el listón de la exigencia hacia nosotros mismos y hacia el mercado, razonable sería ir soltando lastre de lo superfluo. Como manera de frenar el derroche, pero sobre todo para dignificarnos. 'Sofrosine' lo llamaban los griegos; el honesto vivir, los latinos; templanza o simplicidad voluntaria en versión moderna.

Nada extravagante hay en esto en un momento en el que avanza el debate sobre la necesidad, casi la urgencia, de reducir, de fuerza o de grado, tanto despilfarro. Tailandia ha sido el primer país en introducir la sobriedad en su estrategia de desarrollo y Francia se ha adelantado entre los de la OCDE en inscribirla en su ley para la transición energética. Hasta Lady Gaga anuncia que va a abrazar la sobriedad como estilo de vida... ¡y como prueba ha dejado de fumar!

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Templanza o sobriedad no significa austeridad, pero sí aceptación de la vida en su nuda realidad y en sus limitaciones. Lo tiene muy bien dicho Jorge Riechmann: «Una sociedad sostenible, si tal cosa llega a existir, será 'también' una sociedad donde −al contrario de lo que sucede en la insostenible sociedad consumista de hoy− la gente sepa aburrirse, soportar la frustración, aceptar la tragedia y hacer frente a la muerte». Palabras que no han de caer en saco roto; ni en contenedor de reciclaje.

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