![Desde el sofá](https://s2.ppllstatics.com/diariovasco/www/multimedia/202112/07/media/cortadas/69725086--1248x884.jpg)
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Mirando hacia atrás, es posible ver que la mayor parte de los eventos trágicos mundiales le han cogido durmiendo la siesta al responsable de todo. ... De todas formas, también es verdad que, con muchos calendarios a cuestas, llega un momento en el que uno se cerciora de haber llegado a su anteúltima morada en la que casi todo el espacio lo ocupa un solo mueble: el sofá.
Sentado ahí, en solacio o potro de tormento según se mire por las condiciones físicas en las que se haya llegado a él, la mente hasta se desbarata en un tan amplio campo tan parecido al de las oniromancias. Como me ocurre con esta apuesta de letras geométricas, una especie de triángulo, donde aun siendo más bien cateto, como casi todos, caigo en la tentación de creerme hipotenusa.
Es ley psicológica, no geométrica, y, por ello, no hay que culpar a Pitágoras. Pero, de todas formas, la proyección de este triángulo sobre el ocupante del sofá, es una de las más ricas. Y, respecto a lo personal, diré que, a propósito de un artículo que escribí ya hace algunas décadas y en donde hablaba de un triángulo amoroso, y escribía que «hay quien piensa que si no hay triángulo nada vale la pena» y que «sin esta figura, la geometría erótica no da de sí», me escribió una persona, partidaria en parte del amor platónico como se confesaba, recabando mayor información en una especie de conveniente addenda. A ella, que vivía al parecer en las estribaciones de ese amor mitologizado, me da por pensar que no se la podría incluir sino en lejanos parajes casi imposibles de aceptar excepto por la mística, que envuelve en pureza la lejanía; un sentimiento que arrastra voces de santoral ascético al erotismo que de la geometría triangular se destila.
Con el amor platónico habría que recuperar aquella definición del amor a Dios de Spinoza que comenta Machado en su 'Juan de Mairena': «Nuestro amor a Dios ─decía Spinoza─ es una parte del amor con que Dios se ama a sí mismo». El comentario irónico de Machado-Mairena a esa definición de Spinoza es fácil, al imaginarse a Dios riéndose de esta 'reducción al absurdo del concepto del amor'. ¿No será así el amor platónico, un acto narcisista de amor reflexivo del que ya incapaz de practicar con el 69 queda soñando con el 96?
Aunque parezca una referencia en exceso curiosa, el triángulo rectángulo parece que pudiera tener su propia novela, al menos en la apreciación del propio autor, quien hablando de ello y situándose en distanciamiento observador, establece la diferencia entre el círculo y el triángulo rectángulo, y basándose en la molestia que le causa el sempiterno 'eterno retorno'.
Se añadiría a ello la frase de Woody Allen de que «la eternidad es larga, en especial al final», todas las cuales son palabras que figuran en la presentación del autor y su obra, pero sin que el lector, si no dispone de especialísimo olfato pueda observar fácilmente leyendo las andanzas de este narrador de quien leo su aventura mínima recluido en su cuarto de baño y que, a pesar de ello, viaja a Venecia quién sabe si como uno de esos dardos con los que juega, y creyéndose, claro está, hipotenusa.
La novela a la que me refiero es 'El cuarto de baño', escrita por Jean─Philippe Toussaint, autor nacido en Bruselas en 1957, publicada, en primera edición, en Les Editions de Minuit en 1985, y versionada al castellano por Editorial Anagrama en 1987. No es de asombrarse que su cita preámbulo sea la definición del teorema de Pitágoras: «El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos». En lo que a mí respecta, no puedo por menos de figurarme quién es la hipotenusa y quiénes los catetos o catetas, aunque ya se sabe que, en principio, todos nos arrogamos el papel de hipotenusas o hipotenusos.
Al margen de esta señalización, sin embargo, la variedad de triángulos existentes, tanto en la geometría euclidiana como en las no, y en otras disciplinas varias del espectro humanista (lingüística, astronomía, etc.), nos libera de ir analizando cada uno de ellos. Nos quedaría por incursionar, eso sí, en alguno de los modelos de la gran familia de los acutángulos en su aplicación matrimonial, ya que, de comienzo habría que convenir en que el matrimonio es lo suficientemente arduo como para tener que necesitar ayuda.
Es decir, que, como aseguraba aquella vieja expresión de tono populista, «el matrimonio es cosa de tres», que no me parece que con el tercero en concordia se refiera ni al que bendice ni al que legaliza, sino a una convivencia dentro del triángulo. Aquella concepción, ya en casi todos los aspectos superada del triángulo fijo, ya amueblado casi como complementario adorno de la económicamente bien provista y asentada burguesía, ni siquiera llega a desteñir la moral al uso (que es sólo convencionalismo) o lo hace con tintas muy leves.
Es la ventura discreta, el desfogue sin escándalo, la aproximación a las barrocas orgías oníricas en el sofá de todas las tardes que terminan siempre sin saber a qué carta quedarse...
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