Josemari Alemán Amundarain

Solidaridad anónima

Todos soñamos con una hermosa muerte pero es la belleza atesorada en lo vivido la que puede dar sentido a nuestro paso por el mundo

Anjel Lertxundi

Domingo, 18 de noviembre 2018, 09:41

Me piden que escriba el epílogo de Zu (Tú, en castellano), un libro que publiqué para compartir con los lectores experiencias y reflexiones que compartía con mi mujer desde que le diagnosticaron cáncer de páncreas. Lo hago desde el mismo pudor que sentía cuando publiqué el libro, y lo hago también para saldar una deuda íntima con los lectores, bastantes de ellos enfermos o familiares de enfermos, que habían vivido o estaban viviendo un trance similar.

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Cuando la vida nos depara períodos de obstinada oscuridad, como en el caso de una enfermedad incurable, nada alivia más que proteger, como protege la mano la llama de la vela, las vivencias existenciales más luminosas que, en la enfermedad y contra ella, van sucediéndose hasta el desenlace final. Son haces de luz que proceden de lo construido en la vida anterior al diagnóstico, y de ellos depende en parte que la espera del desenlace sea vida y no derrota, que la perspectiva de un nuevo día se convierta en un regalo siempre sorprendente. Hasta que la persona querida fallece y parece desmoronarse el mundo común construido durante tantos años. En ese momento, casi automáticamente, el instinto de supervivencia activa la maquinaria del pensamiento mágico, la cual nos impulsa a consultar con quien ya comienza a faltarnos las primeras decisiones, a confiarle los momentos más emotivos, a comentarle las visitas y condolencias, a esbozar una sonrisa con los malentendidos más divertidos. En vano, ella no está. Y si su ausencia sigue provocando dolor, es porque los recuerdos no te sueltan ni se apagan sus ecos, señal inequívoca de que la vida sigue tendiéndonos su cuerda, y nos asimos a ella con el propósito de seguir sosteniendo lo que nos mantuvo serenos en los momentos más duros de la enfermedad: vivir con el propósito de alentar vida.

Aunque cueste esfuerzos y tiempo superar la tristeza por la pérdida, siento llover contra los cristales. La vida continúa, amanece un día nuevo, aunque sin ella. Me pongo a leer o ante el ordenador, que es lo que me demanda mi oficio, y trato de ahuyentar la nostalgia reflexionando sobre la experiencia vivida. Han sido años duros, ha habido momentos crueles, pero ha sido también una etapa armoniosa. La voluntad de vivir -la frontera que, como tantos otros enfermos, ella había marcado entre la vida y la muerte- se sobreponía a las dificultades, y el sentido más profundo de nuestro ser en el mundo se convirtió en algo práctico, urgente y solidario, totalmente ajeno a las elucubraciones retóricas a las que somos proclives cuando nada nos va en ello. Y hablábamos sin tapujos sobre la enfermedad y el final. No estábamos solos. Entreteníamos las esperas previas a la consulta con la oncóloga observando a los pacientes, y divagábamos sobre la diversidad sociocultural de quienes esperábamos turno. La enfermedad igualaba a enfermos y acompañantes, y nos solidarizábamos en silencio con quienes veíamos en peor situación que la nuestra, nos preocupábamos cuando llevábamos tiempo sin ver a alguien con quien habíamos congeniado. Buscábamos un modo digno de vivir la enfermedad. «Estar enfermo y moribundo -escribió Anatole Broyard semanas antes de morir de cáncer de próstata- es sobre todo y en gran medida una cuestión de estilo (…). Adoptar un estilo para afrontar la enfermedad es otra manera de recibirla en nuestro propio territorio».

De la sala de espera a las sesiones de quimioterapia, y de estas a diversos ingresos hospitalarios, cada vez más extenuantes, fuimos desarrollando, casi sin darnos cuenta, una idea a la que pronto comenzamos a llamar solidaridad anónima. Nos preguntábamos por el coste de los medicamentos, tratamientos, intervenciones quirúrgicas, hospitalizaciones. Sabíamos de sobra que, sin un sistema sanitario universal, nosotros y muchos de los que acudían a la consulta nunca habríamos podido hacer frente a los gastos que la enfermedad originaba. Pero ni nosotros ni el resto de los pacientes estábamos solos e indefensos: nuestros benefactores eran aquellas personas anónimas que en nuestras idas y venidas al hospital veíamos camino al trabajo o haciendo sus compras diarias. Verlas nos recordaba que son nuestros impuestos los que obran los dos logros sociales más importantes: la sanidad y la educación públicas. No es de extrañar que la gratitud que sentíamos chocara con las noticias harto frecuentes que dan cuenta de la sed de lucro neoliberal que, cada vez con más descarados apoyos políticos, ansía gestionar la red sanitaria pública en beneficio propio y en detrimento de ella.

«Vivir de la medicina viviendo la medicina», era la máxima que mantenía Evaristo Uranga, un médico con el que de joven trabé amistad a pesar de nuestra diferencia de edad. Sin la solidaridad anónima de los contribuyentes no es posible un sistema sanitario público que concilie ambos propósitos, vivir de la medicina y vivir la medicina, pero tampoco es posible sin la empatía de los profesionales sanitarios hacia sus pacientes. Hemos sido afortunados al haber conocido el lado más noble de la práctica médica, muy alejada del ejercicio deshumanizado de la medicina: las oncólogas que nos atendieron lo hacían desde la naturaleza humanitaria de su trabajo y de un fin por el que merece la pena vivir, y percibíamos la misma dedicación y cercanía en el personal sanitario de la sala de quimioterapia y de la unidad de oncología, en los cirujanos, en los celadores…

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Petrarca, en un verso muy citado pero mal comprendido, decía que una bella muerte honra toda una vida (un bel morir tutta una vita onora), y, ciertamente, todos soñamos con una hermosa muerte, sosegada y breve, sin dolor, pero es la belleza atesorada en lo vivido, tanto en la salud como en la enfermedad, lo que puede dar sentido a nuestro paso por el mundo y a la propia muerte.

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