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En Madrid se ha estrenado un espectáculo planteado como una «venganza escénica contra la desigualdad». Dicha 'venganza' se opera mediante la segregación del público asistente: el femenino, acomodado en las mejores localidades y agasajado con un refrigerio; al fondo, alejado de las tablas y en ... abstinencia, el público masculino. Aspiran sus creadoras a que los hombres experimenten en carne propia cómo podían sentirse las mujeres cuando se las relegaba al «papel pasivo e invisible» de meras espectadoras del arte y de la vida.
Planteada la ocurrencia, uno puede tomársela con humor y entrar al juego como quien se sube al trenecillo de feria para que la bruja le propine escobazos y mojaduras. O puede que le suscite reflexiones sobre algo que, entre risas y veras, empieza a ser recurrente. Me refiero al «ya va siendo hora de que los hombres os enteréis de cuánto hemos sufrido las mujeres» que, llevado a determinados extremos, supone que el sexo victimizado se autoriza manifestaciones de venganza más o menos simbólicas contra toda encarnación del odiado 'patriarcalismo'.
No es de recibo que quienes han sido subyugados/as o discriminados/as se atribuyan superioridad alguna: ni tienen razón siempre, ni sus beligerancias se justifican automáticamente. Por otro lado, es absurdo instituir a las mujeres en clase victimal al margen de la condición, estatus social o fortuna de sus componentes, y al mismo tiempo reducir al hombre a un universal despersonalizado, pasando por alto que además de varones somos amantes, cómplices, hermanos, padres, amigos o esposos. Como dijo el filósofo, yo no conozco al 'hombre', solo conozco a Kepa, a Rafa, a Enrique...
Con la autoridad que le confería su lucha pionera por la causa, María Lejárraga escribió: «El feminismo quiere sencillamente que las mujeres alcancen la plenitud de su vida, es decir, que tengan los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres, que gobiernen el mundo a medias con ellos, ya que a medias lo pueblan, y que en perfecta colaboración procuren su felicidad propia y mutua y el perfeccionamiento de la especie humana». Aceptada la definición, remataba: «Una mujer que no sea feminista es un absurdo tan grande como un militar que no fuese militarista o como un rey que no fuese monárquico».
Yo diría más: incluso tan absurdo como que cualquier hombre con dos dedos de frente no sea, en ese sentido, feminista. Aunque me temo que para ciertas neofeministas nosotros, pertenecientes al género patriarcal, no podemos aspirar a tanto.
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