![Tambores...](https://s1.ppllstatics.com/diariovasco/www/multimedia/202201/21/media/cortadas/70778238-kInH-U160609379174PwF-1248x770@Diario%20Vasco.jpg)
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Lo cantó hasta la finísima sensibilidad de J. R. a la hora de cantar a los titiriteros: («Alegra, titiritero,/ la noche con tu tambor. /¡El ... sendero/ tiene las ramas en flor»). Ni titiriteros ni tamborreros ahora por la calles de esta nuestra ciudad de San Sebastián por la presencia de la maldita intrusa que tanto nos incordia. ¡A saber qué tabaleos le sonaban al gran poeta en su memoria sentimental, qué sueños de niño mecidos a son de melopea, qué palillos sobre piel seca y tensa como granizos sobre cristales en noches de tormenta horrísonas acaso! Y ya que de citas hablamos y recordamos, resucitemos en algo la de aquel riojano de pro (Laguardia-1745) activo personaje de la RSBAP como del Real Seminario de Vergara; tertuliano asiduo en las reuniones que se celebraban en Azkoitia bajo el imperativo categórico de su tío, el conde de Peñaflorida; alcalde de Tolosa allá por el año de 1775, y que, si aquí de él hablo no lo es todo por su afición a escribir fábulas con licencia prosopopéyica (que es prolegómeno necesario el traer a colación al tal Félix María de Samaniego si de tambores hablamos ahora en esta ciudad cuando cualquiera pudiera soltarnos la acre lamentación de la zorra ante las uvas aún no maduras, palabras de impotencia tergiversada quiérase ver lo que se quiera, pero peligrosa circunstancialmente si a alguien le diera por creer que esta mi crítica fuera negativa. ¿Será que escribo ahora, como la zorra ante las uvas, cuando confieso que nunca sentí la tentación de coger un tambor y salir a la calle a rataplanazo limpio? Ni siquiera cuando era niño muy niño y vi aquel niño o casiniño tocando el tambor de la guerra, infante casiángel arrancado seguramente de tierras navarras aledañas al Ebro, casiniño casiángel pies casi descalzos en mañana fría de lluvia a pesar de serlo de día de julio cercana a cuando se incendió a España por sus muchos costados, la mirada como un tanto azorada ante lo nuevo, andaduras de gleba tan originales...
Seguro que por aquel entonces, yo niño más aún que el casiniño antedicho, ni siquiera había oído hablar del 'tambor del Bruch' mitificado por la llamada Guerra de la Independencia y mucho menos del 'tambor de hojalata' de Gunter Grass, del pequeño Oscar, remedo en cierto modo de Peter Pan.
Pero a pesar de mi alejamiento, que de ninguna manera es una obsolescencia despejada por incursiones de vetas nuevas en la maquinaria de todos los días, muy lejos de considerarlo como moho que los tiempos se encargan de darle pátina sino imposibilidad de alear y aliar tendencias inmiscibles, a pesar de todo digo, y en tiempos que eran iguales a éstos en lo que toca a mantener relaciones entre el tambor y mi persona, escribí un relato 'Las esquinas del corazón', sobre un tambor nada metafórico y que lo dejé inscrito en mi libro de relatos 'Cuentos con hombre' (Agora, 1962), un tambor de rataplán vivo en las meteóricas ideas de un joven que «al tensar el tambor acarició el pensamiento de un vientre de mujer: de un cálido, terso vientre» y decía el texto, seguidamente, que «los dedos ensayaron la agilidad de su movimiento y sintió en los dedos toda la crueldad de la noche», que es posible que fuera una de aquellas del enero caramelizado en hielos, las fuentes del parque público con surtidor supliciado en aguas vítreas, estalactitas y estalagmitas de temporada, un aullar de lobos no sé bien si más para lectores de Bram Stocker que de James Oliver Curwood o de Jack London, de todas formas para lugares de lobos y jaurías, qué duda cabe.
O, acaso, fue la pequeña historia de un joven en soledad arrojado por sí mismo a las calles de San Sebastián en víspera del día del patrono de su ciudad pertrechado únicamente tras un tambor, tambor como heraldo de esa soledad joven, tambor de pregonero acaso de la vieja estirpe de pregoneros que salían con los palillos enhiestos desde los bolsillos de la soledad joven, tambor que intentaba celestinear en provecho de su dueño y no lo conseguía hasta que éste, después de un viaje por los cerros del hedonismo donostiarra (que, claro está, radicaba en restaurantes y figones (¿también alguna sidrería que ya era su temporada?), se retiraba a su domus particular, un recuerdo a los epigastrios antes de zambullirse en los placeres dulciamargos del recuerdo, desvelada la vela, una pequeña ola de sueño bañando los alféizares de los ojos, el alquicel de los párpados abatiéndose, que sigo y termino escribiendo en aquel relato que «se zambulló en una inconsciencia plena, y fue tactando vientres de tambor sensibles, huyendo de angostos caminos de carne y perdiéndose definitivamente en la ciudad y en su hermoso naufragio de fiestas».
¿Revuelta predestinada en alguno? ¿En cuántos? ¿En ninguno?... ¿Cuándo nuevamente su escenificación? ¿No es el costumbrismo lo que manda en la vida?
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