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Sin menospreciar las diez mil razones que obstaculizan tener hijos a los jóvenes de hoy, no puedo evitar alarmarme ante la frivolidad de alguno de los argumentos que se utilizan: que para qué traer más niños a este mundo de mierda, que ya somos demasiados, ... que es preferible tener perros, que no quiero renunciar a vivir mi vida... y así toda la retahíla que ustedes quieran completar. Es verdad que los sueldos de nuestros jóvenes son miserables y que la posibilidad de una vida independiente está cegada por los precios prohibitivos de las viviendas. También es cierto que la estabilidad de las parejas actuales se mide por meses, que los estímulos que el Estado ofrece para la crianza son casi inexistentes y que la vida urbana parece estar hecha para dificultar la relación con los niños. Sí, añádanse tantos otros argumentos y aún así nos quedaremos cortos a la hora de entender la caída de la natalidad en nuestros lares. Con todo, algo se me revuelve cada vez que oigo hablar con desprecio de la idea de tener hijos: una sociedad que se niega a reproducirse es una sociedad enferma; un individuo que renuncia a ser padre o madre se está privando de una de las experiencias más prodigiosas de la vida. Ciertamente, cada cual elige qué experiencias prefiere vivir -tener hijos también implica muchas renuncias- y hay muchos modos de 'realizarse' como persona más allá de la crianza clásica; no entiendan, por tanto, estas líneas como una apología de la natalidad sino como una extrañeza hacia quienes se dicen 'antinatalistas' en nombre de una idea de la individualidad y de la libertad que rasca un poco, en mi opinión, con el debido agradecimiento y respeto hacia quienes posibilitaron su presencia en este mundo.
Sabido es que el planeta está superpoblado y hay tanta infancia desasistida que muchas personas consideran preferible la adopción o eligen colaborar en proyectos solidarios para mejorar lo existente en lugar de crear nuevas necesidades. La emergencia climática, la inmigración y las incertidumbres económicas son motivos suficientes y razonables para cuestionarse el natural impulso reproductivo. Vivimos tiempos difíciles para la crianza -supongo que siempre lo han sido- y sería estúpido por mi parte negar las evidencias.
Pero más allá de la perspectiva social -que también podría cuestionarse si reparamos en las consecuencias del descenso demográfico en las escuelas, en los trabajos asociados a los niños, o en el futuro de las pensiones- muchos de los argumentos del llamado 'antinatalismo' creo que están basados en el miedo. Miedo al futuro, en general, pero miedo también a crecer, a madurar como persona, a devolver a los demás lo mucho que otros hicieron para que nosotros creciéramos y fuéramos como somos. Como muy bien reflejaba la película 'Los días que vendrán', de Carlos Marques-Marcet, afrontar un embarazo implica un terremoto existencial que amenaza esa juventud perpetua en la que tantos individuos aspiran a instalarse, como si una vida libre y plena estuviera forzosamente asociada a la noche, la fiesta, la libertad sexual, los viajes y los horarios laborales a conveniencia. Sí, tener hijos es tremendo. Tu dinero, tu tiempo, tu espacio doméstico, tu mente... ¡todo deja de ser tuyo! Empiezas a conducir de modo más prudente, tus amigos te reprochan tus ausencias, cambian tus horarios, tus aficiones, tus intereses, tus lecturas, sí, un auténtico cataclismo. Y eso sin hablar de cómo tu pareja parece haber cambiado de ídem y en vez de hablar de cine o de música casi todo se reduce a pañales, potitos o cremitas. Hay que poner buena cara a las visitas de la parentela, empiezas a dar conversación a los vecinos, a no replicar a tu jefe y, como son tan complejos los preparativos del bebé, acabas saliendo de casa solo cuando es imprescindible.
Ahora bien, a cuenta de tales tragedias empiezas a ver la vida de otro modo. El trabajo doméstico, para muchos tan despreciable, adquiere otro relieve y transforma en auténticas heroínas a quienes no hace mucho llamabas 'marujonas'. Relativizas el peso de las ideologías porque aprendes a valorar a las personas más por lo que hacen que por lo que dicen. Saltan por los aires los clásicos refugios de la masculinidad a la hora de no hincarla - ya se sabe qué poco nos gusta a los machos la sangre, las cacas, los vómitos- y vas comprobando que sí, que dejas de ser tú mismo porque te has convertido en dos, en tres, en cuatro o en los que sea. Has descubierto algo que solo se atisba a veces en el enamoramiento: ese sentimiento, aunque sea fugaz, de que hay Otro que te importa más que ti mismo... y alucinas. Muchos suponen que semejante transformación de la individualidad es una pérdida inaceptable a la que tienen pánico. Pero si tener hijos es algo que merece la pena pese a sus tremendas dificultades es precisamente por la transformación individual que conlleva: lejos de ser una pérdida, supone un enriquecimiento personal del que muy pocos se arrepienten. Más bien al revés: según el Instituto Nacional de Estadística, más de la mitad de los hombres y mujeres entre 45 y 49 años que no han tenido hijos afirma que habría querido tenerlos.
En la evolución de la especie humana, durante millones de años, la llamada neotenia -esa prolongada dependencia del recién nacido que se alarga desmesuradamente en relación a otras especies- ha sido la prueba de fuego en donde ha germinado lo mejor del ser humano. Aprender a convivir, a soportarse, a perdonarse, a echarse de menos y de más, a compartir sin poder romper unos lazos que a veces estrangulan y a veces abrazan. También es verdad que la crianza ha venido asociada a muchos perjuicios para las mujeres en tanto que los hombres lo han tenido siempre más fácil para desentenderse. En la medida en que los hombres y mujeres de hoy en día vayamos compartiéndola iremos perdiendo el miedo al futuro.
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