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Elaborada sobre un poema de Joxean Artze, con 'Xoria xori' Mikel Laboa consiguió en 1968 la canción probablemente más bella del repertorio euskaldun. El argumento era bien simple: para evitar que tu pájaro se escapase, una solución era cortarle las alas, solo que entonces dejaba ... de ser pájaro. La metáfora apuntaba de modo directo a la represión ejercida por el franquismo sobre la cultura vasca, y se extendía a la respuesta a las aspiraciones nacionalistas por la fuerza del Estado. Era un planteamiento inmediatamente anterior a la aparición de ETA, que con la entrada en juego de la espiral acción-represión-acción puso el terrorismo en el centro de la escena. Artze y Laboa lo reflejaron de nuevo en el aquelarre de Ikimilikiliklik, por fortuna ahora superado. En un espacio muy amplio, aunque tal vez los dos poetas, ya fallecidos, lo considerarían una gran jaula, el pájaro puede volar. La elegía ha tenido un final relativamente feliz.
Relativamente, porque la carrera de la libertad ha tenido una enorme carga trágica y la fórmula política alcanzada se encuentra teñida de limitaciones. La hegemonía del PNV dibuja un tipo de construcción nacional excluyente, muy apegada a una concepción mitológica y ruralista, orientada ante todo a marcar la separación del Estado, léase España. Y que además por sus orígenes sabinianos y por su finalidad política converge con la izquierda aber- tzale, heredera del terror. Javier Corcuera lo hizo notar: por encima de la oposición tajante en los medios, PNV y ETA fueron hermanos enemigos, coincidentes en su oposición a España.
A la hora de superar el enorme trauma de los años de plomo, esa convergencia sigue frenando la necesaria revisión de los factores que lo provocaron la toma de conciencia que la sociedad vasca debe alcanzar sobre su génesis y su supervivencia en la actualidad. Solo hace falta pensar en los 'ongi etorris', en la duplicidad de las declaraciones de Otegi y en la manifestación pro-presos de Donostia para comprobar que el terror, las muertes, por fortuna han quedado atrás, si bien la renuncia a los medios violentos resulta compatible con la persistencia de la mentalidad que los provocó. Y con apoyo social. Constatarlo nada tiene de intención de venganza, sino de cautela.
De ahí que, por encima de insuficiencias concretas, desempeñe un papel fundamental, de cara a la conciencia colectiva, la reciente serie de creaciones literarias y cinematográficas, no solo sobre el terrorismo cono tal, sino sobre el profundo daño causado por la banda, más allá de las muertes. 'Patria' ha sido el ejemplo. Desde otro ángulo, la película 'Maixabel' responde a esa finalidad, por cuanto refleja la permanencia del dolor provocado por un crimen absurdo, no desde la ideología, sí desde el ángulo personal. Es una sensación que adquiere especial intensidad para quienes conocimos a Juan Mari Jáuregui, y a su amigo y también víctima José Luis López de Lacalle en la militancia del Partido Comunista de Euskadi. El filme se sitúa en la posterior adscripción de ambos al Partido Socialista, pero el escenario no variaba. Eran demócratas contra el terror, conscientes de sus riesgos, y también del aislamiento en un medio social que por miedo o por afinidad ideológica con el terror cerraba las ventanas a la siciliana en los homenajes a los asesinados y, como recoge la película en una pincelada, hace suya la declaración de «traidor» pronunciada en una pared del pueblo por ETA.
En 'Maixabel', Iciar Bollaín narra con eficacia y sensibilidad, a pesar de la escasa credibilidad de la interpretación de Luis Tosar, el episodio en el que la viuda de Jáuregui decide entrevistarse con los etarras que mataron a su marido, respondiendo también a la voluntad de estos. El mensaje sería cuestionable si en la película se plantease que tal era la solución definitiva del problema del dolor y de la responsabilidad. Resulta obvio que no es menos lícito renunciar a semejante comunicación, ni plantear, como sugieren los etarras arrepentidos en la reunión de la cárcel, que lo esencial sería que toda ETA –y sus sucesores, Otegi en primer plano, añadiríamos–, pidieran perdón, asumieran su responsabilidad histórica ante la sociedad vasca. Pero no por ello la vía de la clarificación y de la reconciliación individuales, mostrada de modo ejemplar por Maixabel Lasa, pierde su condición de oferta de humanidad y de renuncia al odio, que debe formar parte de la solución definitiva.
Sin pretenderlo, con toda su carga de ternura, 'Maixabel' es además una denuncia inequívoca de los sectores de la izquierda abertzale, y de sus compañeros de viaje en el PNV, que en los homenajes y manifestaciones conservan latente la adhesión al terror. Es la presión social antes evocada, capaz como en 'Maixabel' de sofocar la tentación del arrepentimiento. Más allá de declaraciones políticas, toca al PNV actuar en ese sentido, por la propia supervivencia de su hegemonía en Euskadi. Las alas del pájaro pueden ser cortadas de nuevo.
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