El pasado lunes, un nutrido grupo de escritoras y escritores desembarcamos en un bar de Barcelona. Detrás de la barra solo había un joven camarero –frisaría los veinte años– y no sé de qué manera consiguió pastorearnos. Somos gente atribulada, los escritores, e imagino que ... trabajosos, pero el joven camarero consiguió atendernos con amabilidad y mucha paciencia. En un momento dado, me contó, sin descuidar su tarea, que era de Aoiz y me habló en euskera. Le escuché también hablar en catalán. Cuando ya nos íbamos, le pregunté si estaba estudiando en la ciudad y me respondió que no; le pregunté entonces a qué se quería dedicar y me miró extrañado: a esto. Me gusta ser camarero, añadió orgulloso. Salimos del bar agradecidos, aunque yo me sentía un poco imbécil. No tiene sentido pensar que un camarero quiera dedicarse necesariamente a otra cosa cuando es la suya una profesión tan digna y tan necesaria como cualquier otra.
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