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De niña, pensaba que el verdadero verano era aquel al que accedía a través de la televisión: balones azules de Nivea, el helicóptero de Tulipán en la playa, un grupo de amigos saltando las olas, la música del anuncio de Vacaciones Santillana. No era ese ... el tipo de veraneo del que ni yo ni mis amigos disfrutábamos. Nosotros íbamos al pueblo o nos quedábamos en Llodio, donde, si el tiempo lo permitía, disfrutábamos de la piscina municipal. La mayoría se alojó por primera vez en un hotel durante algún viaje de estudios. Éramos hijos de las fábricas, y de alguna manera lo sabíamos, nos resignábamos. El balón de Nivea no bota bien sobre la gravilla ni sobre los guijarros ni sobre la hierba agostada, pero la publicidad es un país extraño y engañoso que nos empuja a perseguir un balón hinchado hasta que los que pinchemos seamos nosotros mismos. En aquellos veraneos sencillos aprendimos –aunque luego lo olvidáramos– que no todo lo que es hermoso lleva una etiqueta con el precio.
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