No siempre pasa, pero el jueves, en un AVE a Málaga, tuve suerte con el compañero de asiento que me tocó: un chico de mi edad, educado y simpático. Charlamos un poco, me contó que viajaba porque trabajaba en una fundación y daba muchas charlas ... sobre diversidad intelectual. Me dijo que vivía solo, bueno, con un perro del que hablaba con entusiasmo. Yo le hablé de mi gato. En un momento dado, sacó un pastillero de la mochila y en ese movimiento la bolsa de papel en la que había traído un bocata de la cafetería se le cayó al suelo. El hombre que iba delante lo apremió a recogerla. Al rato, ese mismo tipo se dispuso a comer, y antes de dar el primer bocado ordenó a mi acompañante hablar más bajo. «Por supuesto, qué vergüenza, que a mí mi madre me educó muy bien», contestó el chico, azorado. Yo también, que en ningún momento había percibido que estuviera hablando en un tono inapropiado, miré al hombre de delante con incredulidad y pensé lo mismo: qué vergüenza.
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