Con la desaparición de los últimos testigos del mayor horror provocado por mano humana, se desvanece la memoria de sus estremecidas conciencias y, con ellas, sus vitales lecciones. Nada inquietaba más a quienes atravesaron aquel infierno: «La generación de los que casualmente sobrevivimos debemos bregar ... con todas nuestras fuerzas por que a nuestros hijos no les toque también sobrevivir de casualidad», escribió el periodista Robert Jungk en 'Muerte y resurrección de Hiroshima'.

Publicidad

En esa ciudad, en el verano de 1945, se produjo un corte en la historia: día cero para una nueva era, la era atómica, cuyas consecuencias pasaron de la ciencia ficción al conocimiento positivo y fueron analizadas —y alertadas— por muchas voces críticas. El mundo aprendió a vivir bajo la amenaza hasta avenirse al convencimiento de que tan inmenso poder de destrucción, una vez compartido, se neutralizaría haciendo improbable una guerra nuclear. Y se olvidó de ella. Pero no todos se acomodaron al rebozo supuestamente racional del irracional 'equilibrio del terror'. Prestigiosos científicos alemanes firmaron en 1957 la Declaración de Göttingen pidiendo la renuncia a la posesión de cualquier tipo de arma nuclear; el Gobierno federal respondió tachándoles de traidores e incompetentes. No fueron los únicos.

Lo cierto y real es que los nacidos después de 1945 formamos parte de una comunidad capaz de aniquilarse, de reducirlo todo a cenizas, fáustico poder opuesto al del Dios creador desde la nada. «Usurpadores del apocalipsis», en definición de Günther Anders. En un mundo regido por el esquema medios-fines, la bomba deja de verse como medio (aunque se denomine arma, incluso 'arma estratégica'), y se vuelve fin, el Fin.

Hemos fingido que no existía, doblegados a esa ceguera en pago al desarrollo tecno-científico. Tras la Guerra Fría, nos aliviaba pensar que, en un mundo basado en los flujos económicos, las guerras carecían de motivo o se libraban en los mercados. Hoy, las circunstancias nos arrancan la venda ante la amenaza oscura a la que nos hallamos irremediablemente encadenados. Ni siquiera una hipotética –y de momento utópica– destrucción de los arsenales serviría, pues la fabricación de la bomba podría reanudarse en cualquier momento y ya casi en cualquier lugar. «El horror seguirá siempre ahí, por lo que habremos de seguir teniendo miedo». ¿Miedo al objeto? En absoluto, responde otro testigo de la II Guerra Mundial, Denis de Rougemont: «Lo que es horriblemente peligroso es el hombre».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad