Escribo alarmado por el creciente tono inquisitorial que van adquiriendo las discusiones entre vacunados y no vacunados. Como en tantas otras ocasiones, parecemos más interesados en encontrar datos que confirmen nuestras posiciones ya tomadas que en escuchar los argumentos de nuestro interlocutor. Se oyen cada ... vez más altas las voces a favor de la vacunación obligatoria y ello me da miedo, como si los no vacunados fueran los culpables de que no remita la pandemia. Se supone que en Euskadi y Navarra hay un 90% de la población protegida y aunque se busque en el clima, en el turismo, en la interacción social o en el alto número de diagnósticos la causa de la elevada expansión del virus, parece quedar al descubierto que las actuales vacunas no impiden su propagación, por mucho que atenúen su incidencia.
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No me tomen por sospechoso, que ya llevo tres dosis y me indignan profundamente el catastrofismo y la mala baba de quienes al arrimo de la pandemia estimulan la desconfianza, el miedo y el rechazo a las instituciones científicas, sanitarias y políticas a las que luego demandan protección. Pero el haberme vacunado no me impide reconocer la incertidumbre generada por el Covid en todos los estamentos sociales, ni constatar qué escandaloso vacío informativo están deparando los medios de comunicación a las voces críticas no solo con las vacunas sino con la coerción social que se deriva de la pandemia. Es verdad que entre los antivacunas hay mucho 'bocachancla', antisistemas que ponen a parir a todos los organismos del mundo mundial. Otros se rasgan las vestiduras por inocularse una vacuna cuando llevan toda una vida metiéndose en el cuerpo todo tipo de basuras y son muchos quienes se apuntan a todo lo que sea quejarse y protestar. Sí, hay demasiados lunáticos visualizando una conspiración universal.
Pero lo que muchos medios parecen ignorar es que también existen personas del ámbito científico, sanitario y humanista muy contrarias al enfoque oficial contra la pandemia porque se está ignorando el fomento de hábitos saludables –nuestra principal protección– mientras se nos distrae con medidas de eficacia dudosa. Algunos expertos consideran que el coronavirus quizás no sea la causa de los trastornos sino el efecto de un tipo de vida insalubre, una alarma de la naturaleza que sería recomendable escuchar. Hay datos alarmantes sobre el negocio farmacéutico, sobre el dineral que los Estados están manejando a cuenta de la pandemia y demasiados testimonios de médicos y enfermeros que denuncian diagnósticos por coronavirus que encubren posibles secuelas de las vacunas u otras dolencias. Y, sobre todo, hay una fundada ignorancia de los efectos de la vacunación a largo plazo, lo que debería hacernos reconsiderar la conveniencia de vacunar a los niños cuando sus síntomas son tan leves, y su autoinmunidad tan necesaria. En fin, hay confusión, demasiada confusión como para no prestar un poco más de atención a quienes cuestionan con seriedad el enfoque que la comunidad internacional está imprimiendo a la crisis actual.
Obviamente, cuando vemos a tantos virólogos y expertos afirmando cuestiones radicalmente opuestas, los legos en la materia deberíamos opinar con discreción, aceptando la legitimidad de las opiniones diversas más que en ningún otro tema, pues ya hemos visto la inmensidad de desmentidos en lo que en su día parecía estar claro. Es por ello, y vuelvo a la preocupación que inspiraba mis líneas iniciales, que me alarma escuchar cada día más voces partidarias de implantar la vacunación obligatoria.
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Aunque la Resolución 2361 del Consejo de Europa del 27 de enero de 2021 no sea prescriptiva para sus Estados miembros, es recomendable recordar que en sus apartados 7.3.1, 7.3.2 y 7.3.4 deja claro que la vacunación no debe ser obligatoria, que no ha de discriminarse a nadie por ello y que la información ha de ser transparente. Sí es prescriptivo, en cambio, el Reglamento del Parlamento Europeo 2021/ 953 del 14 de junio de 2021 en cuyo apartado 36 se advierte contra la discriminación directa o indirecta de las personas no vacunadas.
Es verdad que esto va muy rápido y ya se advierten señales de que autoridades y países de la Unión Europea acarician recurrir a medidas contrarias al derecho más básico de cada individuo a no ser obligado a introducir en su cuerpo sustancia alguna que no desee, más cuando sus efectos a largo plazo son desconocidos e irreversibles. Por desesperante que pueda ser la prolongación indefinida de esta pandemia, transgredir este límite, el de la libertad personal, sería, en mi opinión, un desastre moral y social que nos puede costar muy caro. Una cosa es limitar los movimientos de los no vacunados cuando se estima –¡dudoso!– que pueden provocar riesgos inaceptables para los vacunados, y otra muy distinta es violentar la intimidad física de los individuos que libremente eligen no inocularse materias dudosas.
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