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Uno de los debates que emerge con fuerza en este inédito y complejo contexto social que vivimos se centra en una renovación de nuestra creencia ... en la misma democracia y en particular en la defensa cerrada de los servicios públicos. Hace ya tiempo Michael Sandel nos advirtió: no es lo mismo la 'economía de mercado' (entendida como un instrumento eficiente para la distribución de bienes y servicios) que nuestra actual deriva social, convertidos en 'sociedades de mercado' en las que se presupone que todo puede ser vendido y comprado al margen de su valor intrínseco y de su relevancia moral. Es un modo de vida en el que los valores del mercado alcanzan cualquier esfera de la vida, desde las relaciones personales hasta la sanidad, la educación, la vida cívica, la política; eso es lo que deberemos corregir.
La reflexión no debe centrarse en contraponer como polos opuestos economía frente a salud de la ciudadanía; la economía de mercado es una herramienta valiosa y efectiva para organizar la actividad productiva. En cambio, una sociedad de mercado es un lugar en el que todo es susceptible de venderse. Nuestra primera muestra de rebelión cívica podría materializarse en abrir y promover un debate acerca de cómo el mercado debe servir al bien público. En su extraordinario ensayo sobre lo que el dinero no puede comprar, Michael J. Sandel planteó una de las mayores cuestiones éticas de nuestro tiempo: ¿cuáles son los límites morales del mercado?
Sostenibilidad implica un compromiso frente y contra la desigualdad desde la solidaridad social; si el dinero, si la capacidad adquisitiva se convirtiera en el factor que decide el acceso a los fundamentos de la vida en sociedad como son la salud o la educación, entre otros; si tal inercia se mantuviera en el tiempo acabaremos convirtiendo los derechos sociales en bienes de lujo solo accesibles de forma censitaria a quienes puedan pagarlos. La dura crisis que atisba ya sus primeros y duros efectos tendrá su más dramático exponente en la vertiente social, mostrando el empobrecimiento y las dificultades vitales de personas y familias que no alcanzan a vislumbrar un futuro con empleo y modos de vida dignos. Por ello hay que situar en el centro del debate la cuestión relativa al alcance y extensión de nuestro sistema de protección social, clave para frenar la desigualdad y para cohesionar más y mejor nuestra sociedad.
Vivimos tiempos complejos para gestionar los recursos públicos. Delimitar y cuantificar los recortes es mucho más difícil que repartir la abundancia. Para un gestor público la fijación de prioridades, la jerarquización de las múltiples demandas de mayor mecenazgo y de apoyo se convierte en un factor estratégico clave, porque no hay otra opción que marcar prioridades de gasto.
En nuestra sociedad lo público se vende siempre peor, aflora casi siempre lo negativo, el morbo, la bronca, los enfrentamientos... Está bien criticar, denunciar y dar a conocer lo que no funciona bien, pero un mínimo ejercicio de responsabilidad en defensa de nuestros servicios públicos exige reivindicar de igual modo lo que se hace bien y hay que defender y subrayar el liderazgo que la dimensión de lo público debe asentar y reforzar en ámbitos como el educativo, el sanitario o el socio asistencial dentro de nuestra sociedad vasca. Vivimos en la sociedad de la irresponsabilidad; casi nadie, ni en la esfera pública ni en la privada, se reconoce responsable de nada. Hoy día es preciso dar prioridad absoluta a los principios y valores que proclamemos como referentes de nuestro modo de entender la gestión de la res publica, de los asuntos públicos. De lo contrario naufragaremos. Nos jugamos mucho en esta empresa. Los derechos sociales sólo se garantizan si existe detrás una buena gestión eficaz y eficiente de las políticas y recursos públicos. Y el listón de legitimidad en el desempeño de la función pública se elevará tras esta crisis.
¿Quiénes son los mayores enemigos de los derechos sociales? Aquéllos que impulsan, favorecen, permiten o justifican la banalidad en la gestión. Lo demás es pura ingenuidad demagógica. Tan enemigo del estado de bienestar es quien admite querer su destrucción como el que, declarándose ferviente partidario, se dedica a dilapidar los recursos disponibles en proyectos espurios o corruptelas varias, lo que acaba convirtiéndolo en económicamente inviable.
Hay que priorizar: no se trata de hacer 'muchas' cosas, pseudo movimiento para volver al mismo sitio, sino de hacer lo que hay que hacer lo mejor posible. Y la misión prioritaria de esta época es hacer que el andamiaje institucional en el que se sustenta y apoya lo público aspire a la excelencia o al menos que funcione de forma lo suficientemente eficaz y eficiente como para no poner en peligro el Estado de bienestar. Ante esta tarea las diferencias ideológicas deberían quedar en un segundo plano. Hay que reforzar el Estado de bienestar y adaptar sus objetivos a la nueva realidad en cuestiones como la colaboración público-privada, el papel de la sociedad civil y las estrategias comunitarias o el de poner el énfasis en la redistribución como vía para garantizar su sostenibilidad. Ojalá estemos a la altura de este gran reto intergeneracional.
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