Que 'la vida pasa veloz', es lo que en su columna sintetizaba esta pasada semana un columnista de este periódico. Y después de haber pisado ... las glebas de noventa décadas y manteniendo muy viva la esperanza de poder pisar aún las de la décima, es que es ésa, posiblemente, la única verdad que me enseñaron en mi infancia, una verdad de gualdrapa si bien se mira, el caballo que montare imitando el galope de una serie de ellos de antología que si a las mientes me viniere en prima nota el Clavileño Alígero de la Condesa Dolorida ofertado al quijotesco Sancho, para toda otra ocasión pudieran valer todos los que para llenar esa página se allegaron en la memoria de su autor Don Miguel, es decir, el Pegaso de Belerofonte, el Bucéfalo de Alejandro, el Brilladoro de Orlando, el Boyarte de Reinaldos de Montalbán, el Frontino de Rugero, los Bootes y Peritoa y los del Sol y Orelia como el de Rodrigo, último rey godo, a todos los cuales yo añadiera, motu proprio, el que tan grácilmente grupó a Mazzepa camino de la vieja Ucrania, como un preclaro recuerdo de los cosacos zaporogos de Taras Bulba según lectura recordada de Gogol.

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Escribía yo hace unos días que ahora que creíamos que lo peor de la pandemia ya había pasado, es decir, fuera mascarillas, fuera distancias, tantas precauciones en el trato y contrato social, resulta que ha sido como cambio del equipo atacante en el que se hacen visibles nuestros hermanos los monos y los buitres de Aiako Harria y de otras montañas guipuzcoanas víctimas del Virus de Influenza Aviar de Alta Patogenicidad atacándonos a babor y a estribor en los mares virulentos de la actualidad y poco queda ya por hacer sino es cantar «la balada de los tiempos perdidos» que, puestos en esa tesitura, escribía, habré de contar que lo único que siempre he querido contar ha sido la viva quemazón del tiempo que tan rápido pasa que ya va casi rondando la treintena desde que mis años como habitante de este planeta me retiraron de la obligatoria actividad y gracias a que nunca abandoné la voluntaria, que si algo vale para luchar contra esa raedura con que nos castiga el tiempo es actividad y actividad y actividad en todos los aspectos de nuestra vida, nunca ceder a la tentación del descanso superfluo de hundirnos en los muelles del sofá y, aun en ellos, mantener en lo posible la viveza mental y corporal, arma ésta la defensora más acreditada ante enemigos tales como el alzheimer, parkinson...

De lo que ese vivir significa pese a la gran velocidad con que transcurre, cada uno debe saber de qué manera recibir y tratarlo. Diría yo que no es de fechas, ni de horas sino también de permanencias recordatorias de rostros y manos mejor acaso porque dándole tiempo al tiempo, adiviné que no es ese fluido que pasa, sino esa cara apenas entrevista, acaso; esa sonrisa que puede ser la esencia, el esqueleto de todas las sonrisas; esa mano que, al apretar la nuestra, rumió barreras de silencios perennes, abismos de ideologías, nidos de desesperaciones y, si en todo caso es natural que se vaya notando y duele el constante suceder de las pérdidas tan evidentes, peor sería que lo que fue y va ocurriendo, lo fuera por falta de arranque, de espontaneidad, de instintiva simpatía y no sé bien si sintiendo o no que en mis manos hubieran muerto miles de sensaciones vitales que fueron como raíces a quienes se les negó la tierra y permanecimos en fases de ignorancias irredimibles a manera de sueños de océanos y horizontes. Unos horizontes ante los que nunca ceder la amputación del mundo, algo como un trauma cósmico al girar alocado los ojos en demanda de respuestas aunque bien se sepa que nunca vayan a llegar, que lo que verdaderamente importa es querer saber lo mas posible, saber el sabor de tantas cosas que me llegaran a mi estremecimiento animal, a la raíz del sentimiento porque se quiera que este afectar domine y sueñe a manera de un acantilado y como el imposible refugio de una locura, pasos que conducen al tranquilo mar todo lleno de peces y blandas espumas y a la definitiva inmersión en ese mar que figura que vaya a ser templo sumo de la sabiduría.

No es malo, sino muy al contrario bueno sin reproche alguno, tratar de vivir a la misma o parecida velocidad que la vida tan como en ráfagas, siempre buscando, viendo caras que agradaren o desagradaren. De todas formas miles de caras que hayamos visto en nuestro vivir tiempo irrecuperable, porque en ese mismo momento, en la calle, en la plaza, en las casas, la gente vivía y moría, amaba y odiaba, cantaba y lloraba y todo era parte integrante de esa humanidad, y cada unidad de gente que dejaba de conocer era ya una pérdida irrecuperable, un amor frustrado, una amistad desconocida y, al perderlos, se sentía se sentía como el venero de que, con ellos, algo nuestro se perdía, pues resultaba ser que eran como la fuente y la raíz de la humanidad.

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