La resolución del Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein, negándose a extraditar a Carles Puigdemont por el delito de rebelión, y disponiéndose a hacerlo por el de malversación de caudales públicos, ha vuelto a aflorar la enrevesada interacción que mantienen la política y la Justicia en la crisis catalana. Enrevesada en apariencia. Porque política y Justicia describen, en torno al afán independentista de menos de la mitad de los catalanes, una dialéctica muy simple. La actuación de la Fiscalía y de los jueces agrava la crítica que pueda merecer el comportamiento de dirigentes políticos cuando se extralimitan en sus funciones. Su procesamiento resulta definitivo para echar fuera no solo de lo legal, también de lo legítimo, aquello que hagan o que dejen de hacer los independentistas a cuenta de un poder del Estado constitucional. Pero, en sentido contrario, toda resolución judicial que cuestiona, aunque sea en parte y desde instancias jurisdiccionales de otros países de la UE, las acusaciones que pesan sobre el independentismo catalán institucionalizado en sus actos de septiembre y octubre de 2017, contribuye a que la secesión se vea legitimada en su feudo.

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El independentismo denuncia la judicialización de un problema político, que requeriría soluciones políticas mediante el diálogo. Pero en realidad se solaza en la intervención judicial. Cuando se hace efectiva con órdenes de prisión, porque le resulta fácil condenar el encarcelamiento de políticos que se volvieron presos preventivos por temor a que huyeran o insistieran en su desafío a la Ley. Cuando alguna instancia en otro país europeo se muestra remisa a la hora de atender los requerimientos de otra española, porque ello confiere un halo de homologación democrática a los empeños secesionistas. La judicialización de la crisis catalana puede ser la respuesta a la que apelan Ciudadanos y un PP en campaña interna, que coinciden en externalizar el asunto hacia fiscales y tribunales. Pero el gran beneficiado de la judicialización del conflicto catalán es el independentismo. Lo confirma la disyuntiva a la que se enfrenta el juez Pablo Llarena. Porque si da cauce a la extradición de Puigdemont por malversación, éste se presentaría como víctima e indultado a la vez; como prisionero y libre en el universo independentista. Y si se inclina por condenarlo al limbo del autoexilio berlinés, Puigdemont continuaría siendo un tótem.

Todo cuando los independentistas que se han hecho cargo de las instituciones de la Generalitat tratan, por el momento, de eludir problemas con la Justicia. Se erigen en valedores de lazo amarillo de los derechos de presos y autoexiliados, exhiben los méritos de estos como ejemplo de autenticidad, pero se esmeran en pasar de puntillas por las dificultades que entraña aspirar a una república propia mientras gestionan las bondades del autogobierno realmente existente. Incluso cuando el presidente Joaquim Torra se jacta de lo bien que está funcionando la economía catalana, no puede evitar entramparse entre el argumento de que la deriva independentista no ha supuesto costes para la recuperación, y el reconocimiento de las atribuciones de la Generalitat a pesar del 155.

El juicio correspondiente a la instrucción del juez Llarena, fechado para otoño pero que podría tener lugar a comienzos del próximo año, deberá dirimir sobre los tipos penales que hoy pesan sobre los encausados. Aunque es más que probable que el litigio judicial no termine ahí. Que continúe en otras instancias. El Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero en la interacción entre Justicia y política, lo que sale ganando es la comunión independentista. A pesar de que Oriol Junqueras y Carles Puigdemont optasen por someterse el primero al riesgo de prisión y huyese el segundo de tal suerte. A pesar de que Puigdemont trate de recrear un universo a su medida, frente al compromiso de Junqueras hacia los suyos en busca de alguna salida. La judicialización del conflicto es lo que acalla el disenso entre los secesionistas. Es lo que confunde papeles y posiciones en su seno. De manera que el Puigdemont más caprichoso encarna mejor a la víctima que el discreto Junqueras. También porque Puigdemont se rebeló contra España dándose a la fuga, y Junqueras se entregó al modo de un mártir sin remisión.

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