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Para quienes dejamos la ciudad de provincias en la que nacimos para probar suerte en una más grande, regresar a casa en verano se torna un ritual fluctuante, una liturgia a medio camino entre la catarsis nostálgica y la reconciliación con un ritmo lento que parecíamos haber olvidado. En esta ocasión, sin embargo, he detectado un componente distinto disuelto dentro de ese cóctel molotov emocional: por lo que he podido comprobar, el hijo pródigo que vuelve con un libro bajo el brazo tiene reservado para sí un lugar -en opinión de familiares, amigos e incluso de algún desconocido- que yo no reconozco como propio y que, desde luego, en ningún caso merezco.
Existen muchos tipos de orgullo, pero sólo algunos muy particulares se pueden llegar a confundir con la vergüenza. Ayer, sin ir más lejos, una amiga de siempre me contó lo mucho que había presumido de mí con una compañera que estaba leyendo mi novela durante su turno de guardia. Me lo dijo, ojo, una persona que cada día salva vidas -y pone tetas- dentro de un quirófano, que es capaz de criar a un hijo prácticamente sola y que, además, acaba de comprarse un piso -¡un piso!- de tres habitaciones. Y me lo dijo a mí, alguien incapaz de cuidar ni a un Tamagotchi, que hace que las plantas se mueran sólo con mirarlas y que paga más facturas de las que consigue cobrar. Que los trabajos creativos conserven esa pátina de reconocimiento social es algo que me produce sensaciones encontradas.
Por un lado, me hace creer que no todo está perdido: mientras la cultura siga teniendo esa importancia para el entorno más próximo del creador, podrá sobrevivir incluso en condiciones adversas. Por otro, me abruma que se me perdone la precariedad vital por el simple hecho de escribir, o de haber escrito, que es, ni más ni menos, la mejor estrategia que he encontrado para evitar hacerme adulta.
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