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Cuenta François Truffaut en el prólogo a 'El cine según Hitchcock' que cuando el cineasta se encontraba en la cima de su popularidad, en los años 50 y 60, la crítica se lo hacía pagar despachando su trabajo con condescendencia. «A usted le gusta 'La ... ventana indiscreta' porque no conoce Greenwich Village», le soltó a Truffaut un crítico americano. Y este respondió: «'La ventana indiscreta' no es una película sobre Nueva York, sino, sencillamente, una película sobre el cine. Y yo conozco el cine».
Alfred Hitchcock, del que el pasado domingo se cumplieron 128 años de su nacimiento, consiguió imponer una imagen de poder y de control absoluto sobre su vida y arte. Fue el director más famoso de su tiempo y su gruesa e inconfundible silueta de Buda inglés, siempre vestido de negro, como un agente de pompas fúnebres, permanece como icono de lo macabro. Sus calculados lanzamientos publicitarios y las presentaciones de sus programas televisivos al compás de 'La marcha fúnebre de una marioneta' de Gounod lograron que, en la era anterior al márketing cinematográfico y a la política de autores, el público fuera a ver «una de Hitchcock».
Mucho se ha escrito sobre la personalidad del Mago del Suspense. Truffaut le definió como un artista de la angustia, alguien de la raza de Dostoievski, Kafka y, sobre todo, Poe, cuyos cuentos descubrió a los 16 años. El director inglés supo erigir en arte su miedo y compartir sus fantasías secretas y soñadas con bellísimas actrices rubias. Pudo ser experimental sin salirse de las 'majors' y alterar las normas del Hollywood conservador de los años 50, cuando el sexo era la pesadilla de los creadores del Código Hays. Fue un tipo reservado, distante, maniáticamente discreto y custodio celoso de su intimidad, que no dejó apenas correspondencia ni diario íntimo. Creó un personaje público que fundamentaba sus respuestas en el sarcasmo. Una vez le preguntaron cómo había logrado en 'Los pájaros' que las aves atacaran a las personas. «Fácil. Les pagábamos bien».
El director Mark Cousins consigue en 'Mi nombre es Alfred Hitchcock' que contemplemos su obra bajo una nueva mirada. El apabullante documental, que llega a los cines este 18 de agosto, se propone desvelar su personalidad sirviéndose de imágenes de 45 de sus películas. Si Truffaut reivindicó el genio del autor de 'Psicosis' en el libro de cine más famoso de todos los tiempos, Cousins nos enseña de manera didáctica y apasionante las soluciones visuales de filmes que pueden verse una y otra vez. Porque Hitchcock pensaba en imágenes, y el cine (el buen cine) es el arte de contar en imágenes.
Cousins, un crítico norirlandés autor de fascinantes ensayos cinematográficos, engaña al espectador, como el mito objeto de su atención. Mientras un pez nada en una pecera, sin poder salir de los límites de la pantalla, los créditos informan de que estamos ante una película «escrita y narrada por Alfred Hitchcock». La voz pertenece en realidad al cómico Alistair McGowan. «Llevo muerto cuatro décadas. Fui un artista, un temerario, un feriante», se define el protagonista, mientras contempla una gigantesca cabeza, el monumento erigido en su honor en Poole Street, donde se encontraban los estudios Gainsborough, en los que rodó el grueso de su producción británica. «¿Así me ven? ¿Como un Buda cinematográfico?».
Cousins (perdón, Hitchcock) se pregunta si los sofisticados espectadores actuales, aferrados a móviles 5G, conservan la inocencia de los que en 1960 experimentaron un shock cuando la protagonista de 'Psicosis' (Janet Leigh) era acuchillada a mitad del metraje. Nadie se había atrevido hasta entonces a dejar al público sin asidero. «¿Saben que el cine es mentira?», nos vacila. «¿Les estaré mintiendo en este documental? Desde luego».
Las películas de Hitchcock son inagotables, pueden verse una y otra vez por sus astucias de planificación e inventivas soluciones técnicas. El hombre educado por los jesuitas para reprimir el deseo acabó mostrándolo de mil maneras. Ya en su primera cinta, 'El jardín de la alegría' (1925), dos coristas se desvisten y amontonan la ropa en una nada disimulada apología del lesbianismo. Cuando Grace Kelly aparece por primera vez en 'La ventana indiscreta', el director la rueda «como si fuera un eclipse», inclinándose y proyectando su sombra sobre James Stewart.
Las sombras. Vemos a Ingrid Bergman en 'Recuerda' y sobre su rostro se proyectan las siluetas de unos barrotes carcelarios. ¿Cómo plasmar con el lenguaje cinematográfico que Henry Fonda experimenta una pesadilla en 'Falso culpable' al haber sido confundido con un criminal? Grabándole con un teleobjetivo que gira sobre su cabeza, como si el operador de cámara estuviese mareado.
A veces resulta más efectivo ocultar que mostrar; cuando el asesino de 'Frenesí' entra en su apartamento con su próxima víctima, la cámara retrocede por la escaleras y regresa a la cotidianidad de Covent Garden. Hurtarnos el crimen da todavía más miedo. Este dominio absoluto de su oficio hizo que Raymond Chandler criticara que Hitchcock «siempre estaba dispuesto a sacrificar la lógica dramática en favor de un movimiento de cámara». El director le contesta en el documental de Cousins: «Siempre traté de huir del modo tradicional de hacer las cosas».
Las dos horas de 'Mi nombre es Alfred Hitchcock' revelan por qué tantos personajes de sus filmes abren una puerta y la cierran tras de sí, atrapando al espectador. O la razón de que en el despacho de Sean Connery en 'Marnie, la ladrona' haya un cuadro de Cezanne. ¿De verdad se rodó 'La soga' en un único plano secuencia? Cousins, que se vio todas su películas en orden cronológico y repasó estudios y entrevistas, apunta que el realizador solo se dejó de trucos cuando aceptó montar imágenes del campo de concentración de Bergen-Belsen tras su liberación en 1945. Le afectaron tanto que estuvo una semana sin pisar los estudios Pinewood.
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