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Chillida imaginó, Elósegui plasmó
Chillida imaginó, Elósegui plasmó
EL PEINE DEL VIENTO | 29 ANIVERSARIO

Chillida imaginó, Elósegui plasmó

El Peine del Viento cumple 29 años, el ingeniero José María Elósegui, mano derecha de Chillida en la instalación de las piezas, habla de lo complicado que resultó el montaje

TERESA FLAÑO

Lunes, 28 de agosto 2006, 02:00

SAN SEBASTIÁN. DV. La relación de Eduardo Chillida con Jose María Elósegui fue ejemplo claro de un entendimiento donde primaba la amistad y el respeto, que consiguió que El Peine del Viento se instalara hace ahora 29 años en San Sebastián. Si el artista ponía la imaginación para crear sus grandes piezas, el ingeniero consiguió que parecieran que surgían de la piedra como si siempre hubieran estado allí. Pero no, tardaron más de nueve años en vencer todos los obstáculos -físicos, materiales y burocráticos- hasta que el 3 de septiembre de 1977 se logró colocar la última escultura. Sólo nueve personas acudieron a la inauguración, es de esperar que el año que viene, con el treinta aniversario, sean muchas más las que le presten atención.

Por lo menos ése es el propósito de Elósegui, quien comenta que «sería una pena que mucha información sobre el proceso que se siguió para crear ese espacio se perdiera porque quienes participamos en él vamos desapareciendo. Creo que el año que viene sería una buena fecha simbólica. Cuando se iba a celebrar el 25 aniversario se comenzó a tantear la posibilidad, pero la salud de Eduardo ya era precaria y se decidió no hacer nada». Prueba de lo que dice se encuentra en una vieja carpeta marrón donde reposa desde entonces todo el material que guarda de esa época. Hay cartas pidiendo permiso a Costas para la colocación de 'una' escultura, proyectos dibujados por el propio Chillida, grandes planos, presupuestos, y muchas diapositivas y fotografías que testifican el momentos. «Cuando cerré mi oficina, todo lo que conservaba sobre El Peine del Viento lo metí en esta carpeta y hasta hoy», relata. Su hija María tiene la intención de realizar un libro lleno de imágenes «para que quede como testimonio».

La historia de El Peine de Viento es la historia de una admiración. «En 1968 un grupo de personas quería homenajear a Eduardo Chillida, éramos conscientes de que entre nosotros vivía un genio, un verdadero artista, que comenzaba a tener gran prestigio en todo el mundo, pero que aquí, por su carácter y su humildad, pasaba desapercibido», rememora Elósegui. Se creó una comisión encabezada por las hermanas Ramos, y se hablaba de colocar una sola escultura en la piedra de la derecha, en la que sobresale del mar. Por parte del escultor era un homenaje al viento, al futuro y a su pueblo, el donostiarra.

Primeras ideas

El propio artista enseguida fue involucrándose en el proyecto y mostrando su entusiasmo: «Cuando se acerca la posibilidad fáctica de hacer la obra me replanteo todo de nuevo, algo que me suele suceder. En todas mis primeras ideas la escultura iba en la roca exenta. Descubrí que muchas de las últimas cosas que había hecho eran demasiado protagonistas, espectaculares. En ese lugar ocurrían cosas muy elementales; estaba el horizonte allí detrás, la insistencia del mar con su lucha, estaban los hombres arrimándose a mirar lo desconocido desde el pasado hasta hoy, que seguimos mirando sin saber lo que hay ahí detrás», explicaba Chillida a Jesús Bazal en una entrevista mantenida para el libro Haize Orrazia-El Peine del Viento, publicado dentro de la colección Arquitecturas.

Elósegui no recuerda exactamente la razón por la que finalmente fueron tres las figuras, aunque en la entrevista antes citada el artista señalaba: «Yo siempre estuve muy ligado al número tres. De una forma intuitiva, es el medio más económico de entrar en el espacio, la máxima posibilidad de acción elemental sobre el espacio».

La participación de Elósegui en el proyecto fue por amistad, no fue un encargo oficial. «Los Elósegui y los Chillida íbamos al mismo colegio y nos hicimos amigos y luego también de Pilar Belzunce». Realizó la ingeniería con el equipo de su oficina particular, «participaron todos, especialmente Manuel Fernández y Fermín Leizaola».

Además contaron con la ayuda inestimable de Zubiaguirre y Abeledo de Construcciones Moyua. Los materiales para la fabricación de las figuras fueron una contribución de Patricio Echeverría. «Eduardo decía que la instalación iba a costar una millonada, pero no llegaron a los diez millones. Otra cosa que siempre tenía muy presente es que no debíamos tocar el entorno, nos pedía que pareciera que las esculturas siempre habían estado allí. Y la verdad es que lo consiguió. Él es el artífice de que la Bahía comience ahora donde antes terminaba».

Finalmente, con todos los permisos aprobados y todos los beneplácitos necesarios conseguidos, llegó el momento de la instalación. Dos eran los obstáculos evidentes, el mar y el peso de las figuras, de forma que la colocación se planteaba como muy complicada desde el principio. «Eduardo llevaba tiempo madurando la solución técnica. Era muy difícil porque las esculturas pesaban nueve toneladas cada una. Además de buscar el modo de trasladarlas, existía el problema de sujetarlas a la roca y que las rocas aguantaran el tonelaje sin romperse. La obra de la roca de la izquierda quedaría suspendida en el aire, en el voladizo. La del fondo estaba a 80 metros de distancia de la costa, la misma anchura que tiene el río Urumea». El ingeniero abre la carpeta marrón muestra fotos en las que aparece midiendo la gran piedra de la izquierda, que tenía una gran fisura que había que coser para que no se rasgara con el peso. La solución técnica consistía en hacer dos anclajes tensados de cada escultura a la roca. En la de la derecha, los anclajes son más largos que la propia roca.

La roca del fondo requirió grandes dosis de ingeniería y de imaginación para buscar un resultado práctico. «Se pensó en bajar las obras con cuerda por la ladera, pero era muy peligroso. Otra alternativa fue la de acercar las piezas en barcazas, pero los escollos de la costa, que impedían el acceso, hacían prácticamente imposible realizar el trabajo en condiciones seguras. Se tanteó la posibilidad de hacerlo con un helicóptero y para ello se consultó con la base americana de Zaragoza, pero los aparatos de la época tenían dificultades para aguantar nueve toneladas. Otra alternativa fue la de colocar una gran grúa, pero tampoco resultó viable. Eduardo propuso colocar las barras de hierro y doblarlas in situ... y no sé si lo hubiera logrado de no aparecer Pedro Zubiaguirre con la idea de construir un gran puente pegado a la pared, de 80 metros. Y lo hicimos. La colocación debía ser muy precisa y, tras hacer los agujeros en la piedra, deslizábamos las piezas, mientras las girábamos para que tuvieran la posición ideal».

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